Paseaba por un sendero con dos amigos; el sol se puso. De repente, el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla, muerto de cansancio: sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.
Edvard Munch
Una de las obras de arte paradigmáticas de la modernidad por su significación es acaso “El grito” del noruego Edvard Munch. En esta pintura, una figura humana que es representada adrede de una forma “deshumanizada”, calva, flaca, ojerosa, lanza un grito sordo y atormentado.
Durante el siglo XX la obra se popularizó, volviéndose casi un ícono, y una de las versiones de la pintura realizada por Munch se subastó en la casa Sotheby’s de Nueva York en 2012 por un monto de US$ 119,9 millones.
Críticos de arte y espectadores en general vieron en “El grito” una intencionalidad casi política por parte de Munch, que era la de denunciar a través del rostro sufrido de aquella imagen, cómo el desarrollo económico e industrial de los tiempos modernos estaba olvidando lo esencial: el aspecto humano.
Siguiendo esa misma línea, la obra del economista francés Francois Perroux (1903-1987) que visitó nuestro país en 1963 y que era reconocido mundialmente no sólo por el sentido original que le otorgaba al análisis económico, sino también por su interés en los procesos económicos y políticos del Tercer Mundo, permite un interesante paralelismo con lo expresado por el artista noruego.
Perroux realizó una fuerte crítica a las teorías económicas dominantes de la segunda mitad del siglo XX, desarrollando un sistema de análisis en el que introdujo la noción de “costos humanos” con todas las posibilidades que ello pudiera implicar. Para él, el desarrollo era “la combinación de los cambios mentales y sociales de una población que la vuelven apta a hacer crecer, de forma cumulativa y durable, su producto real global. De ahí la consecuencia de que no haya desarrollo económico sin desarrollo social y cultural, y recíprocamente” (Héctor Guillén Romo, “Perroux: pionero olvidado de la economía del desarrollo”).
Su idea de fondo era que la única premisa que prevalece en toda estructura, más allá de los sistemas políticos – sean éstos monarquías, aristocracias, democracias– y más allá de los sistemas económicos –sean éstos autárquicos, mercantilistas, capitalistas o socialistas– es la eterna condición humana. Y en ese sentido todo verdadero desarrollo debería ser por y para el hombre.
Por eso, según Perroux, el acto económico es en definitiva un acto complejo en el que intervienen distintos factores sociales y culturales, ya que en todo acto económico hay también interpretación de valores, de objetos, de circunstancias. Y los actores que participan del mismo, los individuos que están detrás de la ecuación, son sujetos adheridos a valores políticos, intelectuales, morales o estéticos que determinan su acción.
De ese modo, para el economista francés, la importancia de las instituciones radica en que éstas son trasmisores de valores y, justamente, son los valores que ellas representan los que deberían orientar o dirigir la inspiración de los actores que participan en el mercado. No obstante, dentro de este esquema el mercado no sería únicamente un espacio para intercambio de cosas, sino, principalmente: “un proceso de socialización de los valores” (Ibidem).
Cincuenta años después de la publicación de sus principales obras, podemos apreciar, desde Sudamérica y en particular desde nuestro país, que Perroux tenía razón: sin riqueza cultural no hay desarrollo económico real. Porque más allá de que el PBI de un país crezca o más allá de que los números macroeconómicos le den excelente al ministro de Economía de turno, si ese incremento de divisas no se traduce en mejoras cualitativas para la ciudadanía, especialmente en términos de acceso a servicios públicos de calidad –como salud, educación, seguridad, agua potable y energía–, vamos por mal camino.
En Uruguay, tenemos varios problemas, algunos más graves que otros; pero el principal problema que estamos teniendo como sociedad, más allá de lo económico, es cultural. Nuestras instituciones no están siendo capaces de dar respuesta, desde hace años, a los temas acuciantes de este país, como el tema del agua, el de la educación, el del endeudamiento familiar, el de la seguridad ciudadana. Parece ser hora de que como sociedad dejemos de mirar hacia atrás para comenzar a avanzar de una vez por todas en el verdadero desarrollo de nuestros pueblos y nuestras gentes.
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