Resulta difícil imaginar una crisis económica en nuestro país, al menos desde la década del ´60, que no esté asociada a un proceso de atraso cambiario. Sin embargo, los uruguayos demostramos caer una y otra vez en la misma trampa. Por tal motivo, la caída de casi 2% en el valor del dólar en lo que va del año debería servir de señal de alerta, especialmente cuando coincide con una inflación en enero de 1,78%, superior a la esperada, y a la que se agrega el efecto de la suba en el precio de los combustibles a partir de febrero.
Es verdad que durante el mismo período se produjo una apreciación del real brasileño frente al dólar, lo que explicaría la tendencia al fortalecimiento del peso. Pero también es cierto que nuestra competitividad respecto a Brasil se encuentra prácticamente en el peor momento de las últimas dos décadas, por lo que uno pensaría que sería deseable aprovechar la oportunidad para ganar algo del terreno perdido.
Sin embargo, las decisiones de política del BCU parecerían ir en dirección contraria. Las subas recientes de tasas de interés, supuestamente aplicadas para contener las presiones inflacionarias, tienen como efecto concreto e inmediato una caída en el tipo de cambio. En una economía cuyo sector empresarial opera principalmente en dólares, y en que el consumo familiar se financia a tasas que rondan el 100% de tasa de interés anual –basta con leer las tasas legales reguladas por el BCU–, resulta difícil comprender cómo la autoridad monetaria no se da cuenta que sus movimientos en la tasa de referencia solo son seguidos por un par de decenas de analistas, y comprendidos por algunos miles de ciudadanos. Por la simple razón que resulta inverosímil que una suba de 1% en la tasa del COPOM tenga algún impacto sustancial sobre las decisiones de inversión o consumo en una economía dolarizada. Es hora de que internalicemos que, así como Uruguay no es los Estados Unidos, el BCU no es la Reserva Federal, y por tanto no se pueden copiar herramientas sin tener en cuenta la diferente estructura monetaria de las respectivas economías. En economía, imitar modas puede ser letal. Basta recordar el Consenso de Washington…
Donde sí incide la suba de la tasa de interés en pesos es en las decisiones de los especuladores extranjeros, sobre todo aquellos que tienen como moneda de base el dólar. Con rendimientos levemente superiores a cero en su moneda de base, para esos inversores un aumento de tasa de interés de 1% actúa como un magneto irresistible, provocando ventas de dólares en el mercado local y una oferta de pesos, que luego el BCU debe retirar del mercado, endeudándose a la tasa más alta fabricada por él mismo; una especie de daño autoinflingido. Si resulta difícil entender el negocio para Uruguay, es porque realmente no lo hay, salvo si creemos que dejando contentos a los especuladores enjugando sus rentas vamos a ser premiados en alguna pasarela…
En su columna del lunes pasado en Economía y Mercado de El País, el economista Javier de Haedo cuantifica el costo para el BCU de sus pasivos en pesos en casi 1% del PBI, según él, “una de las magnitudes más altas de la serie”. Es ya de por sí una gran anomalía que un banco central ofrezca una tasa de interés por pasivos a plazo en la moneda que emite, ya que en condiciones normales debería pagar cero. Pero cuando el observador se percata que los pasivos del BCU a tasa de interés alcanzan al 11,5% del PBI – según el cálculo de De Haedo–, se vuelve fácil comprender por qué una suba de tasas de interés aumenta el costo para el BCU, lo que en la jerga se conoce como déficit parafiscal.
Los economistas norteamericanos T. Sargent y N. Wallace explicaron claramente hace ya cuatro décadas que un pasivo en pesos que devenga tasa de interés a nivel del banco central no es más que inflación reprimida. Claro que cuando escribieron esto, no podían probablemente imaginar que un banco central estaría dispuesto a acarrear dólares en su activo a tasa cero como respaldo de onerosos pasivos en su propia moneda. En efecto, en el mundo racional de los economistas, es difícil encontrar un agente que esté dispuesto a colocarse del otro lado de una transacción que demostradamente ha resultado ser beneficiosa para quien la asuma. Nos referimos al “carry-trade”, que implica vender una moneda de tasa baja para colocar en una moneda de tasa más alta. Si a esto se agrega un banco central dispuesto a “planchar” el tipo de cambio, la oferta es demasiado buena para ser rechazada. Esta fue la clave de las políticas astorista-bergaristas durante sus quince años de “milagro económico”, y explican por qué los inversores internacionales los extrañan tanto. El resultado de sus políticas es que se terminó subsidiando a cuanto especulador en el mundo se enteró de tan interesante “destino de inversión”, mientras que la cuenta llegaba en cómodas cuotas a todo el sector productivo nacional.
Hubiéramos pensado que esta sería una de las primeras cosas que cambiaría en el BCU. Sin embargo, a casi dos años de gobierno, la estructura de su balance es prácticamente la misma, lo que no debería sorprender cuando se advierte que su accionar no ha variado sustancialmente. Si no cambian las políticas es de esperar que, ante las crecientes presiones inflacionarias, el tipo de cambio siga presionando hacia la baja y, con ello, la competitividad que ganamos con la reciente mejora en los términos de intercambio –covid mediante– comience a deteriorarse. Vaya que no logramos aprender la lección.
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