Cuando el ministro de Economía argentino Domingo Cavallo decidió atar el peso al dólar en una relación de “uno a uno”, la economía de su país llevaba más de dos años en hiperinflación. En 1989, año en el que Alfonsín abandonó el gobierno, la inflación superó el 3000%. Al año siguiente, con Menem ya en el gobierno, la inflación se mantuvo en niveles de 2000%. Es en ese contexto que el 27 de marzo de 1991, el Congreso argentino aprobó la Ley de Convertibilidad propuesta por Cavallo. El grado de desmonetización era tal que el BCRA contaba reservas suficientes para asegurar la convertibilidad a la paridad de 1 dólar por cada 10.000 australes, equivalentes al reintroducido peso argentino. Esta “magia” de Cavallo le permitió restablecer rápidamente la confianza de los agentes, creando una base sólida que permitiría encaminar la economía argentina en una trayectoria de crecimiento.
Pero esa misma rigidez y previsibilidad que constituían las fortalezas del régimen de convertibilidad, fueron las que a la postre terminaron por conducir al país al colapso económico y social en el 2001-2002. En defensa de Cavallo se puede argumentar que este no podía anticipar la fuerte apreciación del dólar en la década que siguió al final de la Guerra Fría. Si en 1991, cuando se introdujo la convertibilidad, 1 dólar compraba 1,60 marcos alemanes, diez años después, 1 dólar llegaría a comprar 2,20 marcos alemanes, marcando una apreciación de la moneda estadounidense de casi 40% frente al marco. Claramente, al haber atado el peso al dólar, esto introdujo una fuerte impronta deflacionaria en la economía argentina.
Como ocurre a menudo, nuestro país no podía quedarse atrás con la “novedad” de la vecina orilla, por lo que ese mismo marzo de 1991 las autoridades económicas reintrodujeron una versión algo más flexible de la nefasta “tablita” que pasó a llamarse “régimen de banda de flotación”. A partir de ese momento, el dólar fluctuaría dentro de una banda de flotación, la cual se deslizaba periódicamente en función del programa monetario del BCU. Este sistema logró sobrevivir la convertibilidad argentina unos seis meses y, en junio de 2002, el gobierno del presidente Batlle no tuvo más remedio que devaluar. Para el momento en que la tozudez de las autoridades de entonces cedió ante la evidente realidad, el país llevaba medio año haciendo frente a una feroz corrida bancaria, mientras que la recesión se iba convirtiendo en preocupante depresión. Lo cierto es que si bien Argentina había devaluado y declarado default hacía solo seis meses, Brasil, nuestro principal socio comercial, había devaluado su moneda el 13 de enero de 1999, dos años y medio antes. El equivalente a medio período de gobierno, para poner en perspectiva la velocidad de reacción de nuestras autoridades.
Hoy, y salvando las distancias históricas, nuestro país se encuentra en medio de una disyuntiva que exhibe algunas características similares. En lo que va del año, el dólar se depreció respecto al peso uruguayo aproximadamente un 10%. Algunos analistas repiten –en un aparente intento de respaldar una inexplicable actuación del BCU– que esto formaría parte de una tendencia mundial. Sin embargo, en lo que va del año el dólar se fortaleció un 6% respecto al euro, de modo que allí no puede encontrarse una explicación. Si dirigimos nuestra mirada a lo que ocurre en países extraregión con estructuras productivas similares a la nuestra, como es el caso de Nueva Zelandia, las cotizaciones del período revelan que el dólar estadounidense se apreció un 5% respecto al “kiwi”. Es más, de lo anterior se deduce directamente que el peso uruguayo se apreció un 15% respecto al dólar de Nueva Zelandia. Recordemos que ambos países exportan carne, leche y lana, y que compiten principalmente en el mercado chino. ¿Dónde ve entonces el BCU esa supuesta depreciación “mundial” del dólar americano?
La respuesta, previsiblemente, se encuentra en Brasil. En efecto, en lo que va del año, el dólar se ha depreciado respecto al real brasileño un 14%, lo que supera la caída de 10% del dólar en nuestro país. Esto puede ofrecer un solaz temporal para justificar una política cambiaria y monetaria difícil de comprender. Pero no se puede pasar por alto que los niveles de tipo de cambio real bilateral con Brasil marcan los peores registros de competitividad en más de una década, incluso peores a los que siguieron a la devaluación brasileña del ´99.
Lamentablemente, daría la impresión que esta comodidad con el cambio actual no sea más que un espejismo que afecta los sentidos. No podemos olvidar que el actual gobierno brasileño viene muy por debajo en las encuestas para las elecciones nacionales del próximo 2 de octubre, lo que haría la apreciación cambiaria actual muy apropiada para los tiempos políticos. Sin embargo, es muy probable que una vez concluido el acto eleccionario, el país norteño induzca a una depreciación del real. Si este escenario se transformara en realidad, es probable que nuestro país se enfrente a una encrucijada similar a la que atribuló a las autoridades económicas en ese año y medio que condujo a junio de 2002. Es por ello que vemos con preocupación esta nueva instancia de atraso cambiario.
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