Desde el punto de vista económico, no puede ni debe entenderse a Europa como una organización o una institución, sino que es menester concebirla como una función. Surge entonces la cuestión de qué podemos hacer para conseguir que esa Europa sea capaz de desenvolver sus funciones libres. Sería trágico tener que admitir que nos encontráramos ya tan contrahechos interiormente, que sólo pudiéramos concebir un orden en figura de organización. Hemos perdido el sentido de auténtico orden, que es tanto más fuerte y más puro cuanto menos se nota y señala como tal.
Esto no quiere decir que yo me oponga en principio a las alianzas europeas. Al anteponer a todo la garantía del orden interno de las economías nacionales por separado, lo que yo pretendo más bien es establecer los supuestos previos para aquellas alianzas, pues de otro modo la integración habría de conducir forzosamente a un dirigismo supranacional.
No se puede edificar a Europa con medios precarios y mezquinos; ha de entendérsela como una función compleja, económica y política. Creer que progresivamente hubiera de privarse a la soberanía nacional de tales o cuales dominios concretos para entregarlos a una administración supranacional y que, a partir de determinado instante, el peso de la influencia supranacional hubiese de llevar automáticamente a una total superación de las atribuciones nacionales me parece poco realista, y no resiste un examen esclarecedor desde el punto de vista de la teoría económica. La totalidad de la función económica nacional no puede disgregarse en estas y aquellas competencias. Cualquier intento semejante haría que las economías nacionales se viesen nadando entre dos aguas y que nadie supiese ya quién era el cocinero y quién el camarero.
Ludwig Erhard, artífice del milagro económico alemán de posguerra, en “Bienestar para todos” (1957)
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