Y el ruido no hace bien, decía San Vicente de Paul… Lo recordé al meditar en el ejemplo –callado, silencioso– de dos queridos amigos sacerdotes. Un buen día, le envié a uno de ellos un mensaje invitándolo a almorzar en casa al día siguiente, que era domingo. Su respuesta fue más o menos así: “Me encantaría, pero mañana tengo varios enfermos que visitar”. A los pocos días, mi esposa invitó a otro cura amigo a cenar a casa. En este caso aceptó, pero cerca de la hora que había prometido llegar, avisó que llegaría un poco más tarde: todavía tenía que visitar a siete enfermos en el hospital del cual es capellán. Son dos ejemplos sencillos de la vida ordinaria de sacerdotes que viven entregados 100% a su vocación.
A veces, mientras los laicos descansamos o disfrutamos de la vida en familia o con amigos, ellos siguen trabajando en silencio. Siguen administrando los últimos sacramentos a los enfermos, con frecuencia a horas intempestivas. Siguen consolando a pacientes crónicos o incurables en hospitales públicos o sanatorios privados, mientras acompañan y consuelan a parientes y amigos de los enfermos, tan o más necesitados de apoyo espiritual que los pacientes. Estas historias no salen en la prensa. El bien, no hace ruido…
Tampoco suelen hacer ruido las grandes verdades que enseñan muchos curas, porque los medios, siempre que pueden, tratan de acallarlos. Si no, los presentan como peligrosos transgresores de los dogmas paganos que hoy nos impone la corrección política woke.
Hay entre nosotros, sacerdotes a los que podríamos definir como “grandes predicadores de certezas”, auténticos defensores y anunciadores de la verdad. He conocido a alguno que está metido hasta las cejas en el ruido de las redes. Y, sin embargo, a ese mediático cura lo he visto dar consejos en privado de una profundidad y un sentido común verdaderamente asombrosos. La verdad, que a algunos tanto duele, tampoco suele hacer ruido.
Menos ruido aún, hacen aquellos sacerdotes que un buen día llegaron una parroquia y la encontraron casi en ruinas. No necesariamente por desidia del párroco anterior, sino por falta de fuerzas, de recursos o tiempo. Y con una paciencia y un esfuerzo infinitos, sacando tiempo del merecido descanso, trabajan un día sí y otro también procurando recuperar el patrimonio que les tocó administrar. Se esfuerzan a diario por embellecer sus parroquias y por embellecer la liturgia, recuperando copones, cálices, candelabros e incluso campanas de aquel tiempo en el que todo se hacía “para siempre”. Las mejoras que logran suelen ser asombrosas. La belleza tampoco hace ruido: a veces se nota más cuando falta que cuando está.
Todo esto viene a cuento porque cada Jueves Santo, los católicos celebramos, además de la institución de la Eucaristía, la institución del Sacerdocio. Son dos sacramentos que no se entienden el uno sin el otro. Porque solo los sacerdotes pueden consagrar y administrar ordinariamente la Eucaristía, que solo puede salir de las manos consagradas de un sacerdote.
Es cierto que en las últimas décadas algunos sacerdotes protagonizaron graves escándalos. El mal que hicieron hizo mucho ruido, sobre todo por aquello de que corruptio optimi pessima: la corrupción de los mejores es la peor. Pero si el bien que hacen los buenos curas, las verdades que dicen y la belleza que siembran hicieran ruido, reventarían los oídos, ojos y conciencias de todos los mortales.
No hay bien mayor que la celebración de la Santa Misa. Allí, el sacerdote católico es el encargado de recrear de forma incruenta, el Santo Sacrificio del calvario. Cada vez que consagra las hostias –actuando in persona Christi– hace que Dios baje a la tierra y tome la forma de un pedazo de pan, de un poco de vino. Cuando al partir el pan, se renueva el sacrificio en el altar, Dios muestra su infinito amor por sus hijos, y el hombre, gracias al sacerdote, puede alimentarse del Cuerpo de Cristo.
Concluyo con unas reflexiones del P. Charles de Foucauld sobre el significado de la Santa Misa: “Hace unos pocos años yo era… ¡Dios lo sabe! Y ahora tengo que celebrar la Santa Misa y, al pensarlo, siento que la sangre se congela en mis venas… Virgen Santísima, tú lo comprendes. […] Cuando manipulo la sagrada Hostia ¿cómo puedo describir lo que experimento? Sólo Tú podrías describirlo, que manipulaste ese divino cuerpo tan dignamente”.
Que el Señor nos conceda santos sacerdotes y que ellos lo traten siempre como Él se merece.
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