El país viene transitando en forma prudente hacia una “nueva normalidad”, etapa a la que hemos arribado merced a una excelente gestión del gobierno y el sistema sanitario. Pero a medida que nos adentramos en esta etapa, se va delineando más claramente el impacto económico que la pandemia ha tenido sobre la economía, al mismo tiempo que empiezan a decantarse las respuestas de los diferentes actores.
Desgraciadamente, la situación actual encuentra al Uruguay dependiente de un sistema financiero concentrado en pocos bancos y con un mercado de capitales prácticamente inexistente. El regulador en la “era progresista” se ocupó de cerrar toda vía de entrada para bancos que quisieran entrar a competir, salvo el caso -claro está- del Bandes de Venezuela.
Cualquier intento de competir en el otorgamiento de créditos por fuera del sistema bancario fue rápidamente reprimido por una estructura regulatoria y de supervisión que parecía desconocer las leyes básicas de la competencia. El resultado es menos crédito y más caro, y mayor dependencia del sistema bancario.
Es importante para cualquier sociedad que sus ahorros se canalicen de la mejor manera posible hacia los agentes económicos, que invierten para expandir la producción de bienes y servicios. Pero en estos momentos en que está en riesgo el aparato productivo en sí mismo, esta asistencia financiera pasa a ser un imperativo. Esto porque nadie en su sano juicio concebiría la posibilidad de bancos sanos en una economía quebrada.
El constante y acelerado cierre de unidades productivas solo traerá como consecuencia un aumento del desempleo y una disminución de la capacidad productiva del país, lo que incrementará aún más el déficit fiscal y la deuda externa. La medida más conservadora desde el punto de vista fiscal pasaría por incentivar un crédito accesible, que dé alicientes a los tomadores de decisión privados a seguir combatiendo.
Lamentablemente, no queda mucho tiempo para pensar y evaluar alternativas teóricas o complejas de implementar. La población y las empresas van agotando de forma rápida sus recursos, por lo que el tiempo para hacerles llegar fondos se va terminando. Como en el caso de un infarto, cuanto antes se actúe, menor será el deterioro de las unidades productivas.
Lo óptimo en esta situación sería que todos los bancos actuaran coordinada y solidariamente –en el sentido social y no jurídico- para que los riesgos se distribuyan en forma amplia y los eventuales costos se absorban más equitativamente. Después de todo, los bancos tienen licencia del BCU para captar el ahorro de la comunidad, y por tanto, su deber fiduciario es con la comunidad en sí misma (no con la entelequia de Basilea). Se pueden escudar por un tiempo detrás de las normas, pero esto no es más que una excusa, como lo prueban las acciones de los principales bancos centrales del mundo. Todos están instando a sus bancos a que presten, alivianándoles la carga de previsiones, requisitos patrimoniales, de liquidez, etc. Y si a pesar de todo eso no lo hacen, los bancos centrales tienen herramientas para intervenir directamente en el mercado de créditos.
La ministra de Economía Azucena Arbeleche expresó hace unas semanas que sería deseable “una respuesta mayor” de los bancos privados para apoyar a las empresas. La realidad es que el comportamiento de la banca privada en Uruguay dista de lo que se observa en el mundo desarrollado y varios países de la región, en los cuales bancos públicos y privados coordinan acciones para sacar mancomunadamente sus economías adelante.
Parecería que los incentivos de mercado no están funcionando adecuadamente, y que los reguladores bancarios deberían estar pensando una solución para resolver esta “falla del mercado”. Si bien la técnica y la historia bancaria pueden servir como fuente de inspiración de potenciales medidas, bastaría con recorrer lo que están haciendo los bancos centrales del mundo, dispuestos a desintermediar al sistema bancario si éste no está dispuesto a cumplir su función básica.
Los defensores a ultranza del liberalismo económico en la esfera bancaria deberían cuestionarse por qué Uruguay es de los pocos países en el mundo en que la banca tradicional ejerce todavía un monopolio sobre el otorgamiento de créditos y la canalización de ahorro público. Una vez que logremos salir de esto, con tiempo resultará necesario reevaluar el enfoque de supervisión del BCU. Su concentración en lo instrumental –cumplir con los ratios y normas de Basilea III- pareciera haberle hecho descuidar lo sustancial , que es fomentar y mantener un sano nivel de crédito en la economía.
Resulta de hecho difícil comprender cómo es que no se encendió ninguna alerta cuando en una economía supuestamente en crecimiento, el crédito a empresas se venía contrayendo en forma sostenida a lo largo de cinco años.
Todo esto mientras se armaba un sistema de créditos “subprime” a la criolla, fomentando un crédito al consumo a tasas de interés anormalmente elevadas. Créditos otorgados en algunos casos por colaterales de los mismos bancos, que habiendo generado buena rentabilidad en los momentos de bonanza, hoy en algunos casos exigen -en el peor momento imaginable- que las familias cancelen sus adeudos. Otro acto más del degradante cantar de gesta progresista.