Si los seguidores de Reagan se apresuraron a atribuirse el mérito de la disolución de la Unión Soviética, no se equivocaron en cuanto a las enormes consecuencias de su ruptura. Las ondas de choque inmediatas generadas por los acontecimientos de 1989-1991 no fueron tan sísmicas como las causadas por la Revolución Rusa de 1917, pero resultaron igualmente trascendentes y duraderas. Un resultado de la caída del comunismo es obvio: abrió una gran parte del mundo –la antigua Unión Soviética y Europa del Este en particular– a la penetración capitalista. Después de 1991, los capitalistas y el capital se volcaron en Europa del Este, acompañados de ejércitos de economistas occidentales, muchos de los cuales preconizaban la terapia de choque del libre mercado como la mejor manera de implantar los principios capitalistas con rapidez y contundencia. Polonia, Estonia, Lituania, Letonia, Hungría, Checoslovaquia y la propia Rusia se encontraban entre las naciones ansiosas por abrazar el capitalismo de libre mercado. No así los chinos, que fueron mucho más cuidadosos a la hora de fusionar las prácticas de mercado con el control del poder estatal por parte del Partido Comunista de China…
Otra de las consecuencias de la caída del comunismo puede resultar menos obvia, pero es igualmente importante: desapareció lo que quedaba en Estados Unidos del imperativo del acuerdo de clase. El compromiso entre el capital y el trabajo había sido fundamental para el orden creado por el New Deal. Los trabajadores habían conseguido una fiscalidad progresiva, la seguridad social, el seguro de desempleo, el derecho a organizarse, un compromiso nacional con el pleno empleo, el respaldo del Estado a la negociación colectiva y la limitación de la desigualdad entre ricos y pobres. El capital había obtenido garantías de que el gobierno actuaría para suavizar el ciclo económico, mantener un entorno fiscal y monetario que asegurara unos beneficios razonables y contener el poder de los trabajadores. En los años 90, el capital todavía deseaba la ayuda del gobierno estadounidense para ordenar los mercados. Pero en un mundo despejado del riesgo del comunismo, durante mucho tiempo su más ardiente oponente sintió cada vez menos necesidad de comprometerse con los trabajadores. Después de 1991, ningún país o movimiento en el mundo estaba en condiciones (así lo parecía) de desafiar el modo capitalista de organizar la vida económica. Tal vez, entonces, ya no había necesidad de que los capitalistas compraran un seguro contra tales riesgos pagando a los trabajadores estadounidenses los altos salarios que exigía el orden del New Deal. No es sorprendente que, como resultado, la desigualdad económica hubiera aumentado bruscamente hasta alcanzar los niveles anteriores al New Deal. Entre 1980 y 2005, el 1% de las personas con mayores ingresos recibió más del 80% del incremento de los ingresos de la nación, duplicando su participación en la riqueza total del país…
El colapso del comunismo, por tanto, abrió el mundo entero a la penetración capitalista, redujo el espacio creativo e ideológico en el que podía incubarse la oposición al pensamiento y las prácticas capitalistas, e impulsó a los que seguían siendo de izquierda a redefinir su radicalismo en términos alternativos, que resultaron ser los que los sistemas capitalistas podían manejar más, y no menos, fácilmente. Este fue el momento en que el neoliberalismo en Estados Unidos pasó de ser un movimiento político a un orden político.
Gary Gerstle, en “Ascenso y caída del orden político neoliberal”, Oxford University Press, 2022
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