Quienes nacimos en la década del 60 -y nos empezamos a acercar a los 60- fuimos formados, como nuestros padres y abuelos, como nuestros hijos y nietos, en un sistema educativo basado en materias que compartimentan el estudio de la realidad. Un sistema donde lo importante, desde jardinera hasta la universidad, parece ser, ante todo, el saber práctico, utilitario, científico, material. Un conocimiento en el que lo que importa es entender cómo se hacen y cómo funcionan las cosas, desde el crecimiento de una pastura hasta la digestión del ser humano, desde la economía hasta una central eléctrica.
Ese conocimiento es muy valorado por el mundo actual. Sin embargo, el conocimiento técnico-científico, por así decir, no es el único que existe. Hay otros tipos de conocimientos que no deberíamos despreciar. Sobre todo, si queremos tener una vida más plena.
La forma más antigua que tiene el hombre de conocer la realidad es el conocimiento profético, definido por algunos como “un punto de encuentro entre la verdad divina y el conocimiento humano”. Es el conocimiento revelado por Dios al hombre en las Sagradas Escrituras, y es un hecho histórico. Como dice San Juan Pablo II en la Fides et ratio: “la verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia”. Para el papa, “la palabra de Dios revela -proféticamente- el fin último del hombre y da un sentido global a su obrar en el mundo”.
Posterior al conocimiento profético es el conocimiento mítico. Los mitos son narraciones fantásticas, a menudo situadas fuera del tiempo histórico, y protagonizadas por grandes dioses o héroes. Estas historias y sus personajes, generalmente, encarnan aspectos universales de la condición humana. Por ejemplo, La Ilíada. ¿Sirve esta obra para conocer la historia? En algunos aspectos sí, aunque es casi tan fantasiosa como El Código Da Vinci de Dan Brown. Lo que permite La Ilíada -como todos los buenos y grandes libros clásicos- es conocer la naturaleza humana, y reflexionar sobre ella.
Otro tipo de conocimiento fundamental es el filosófico, que se alcanza mediante la razón. En este tipo de conocimiento la razón empieza contemplando la realidad, captándola por los sentidos y comprendiéndola por la razón. Así, el filósofo llega a ciertas conclusiones que, si son acertadas, pueden ser de aplicación universal.
Existe, además, un cuarto tipo de conocimiento que en la actualidad parece estar infravalorado: es el conocimiento poético. Este tipo de conocimiento no parte de un anuncio de Dios, ni de una fantasía humana. Tampoco es fruto de un profundo análisis, ni de la recolección y procesamiento de datos cuantitativos o cualitativos. Entonces, ¿en qué consiste?
El conocimiento poético surge de la contemplación, pero quizá se detiene en un momento anterior a la reflexión fría y estructurada. Es poético el asombro que produce contemplar un cielo estrellado, el aleteo de un colibrí, o el poder de una ballena. Es poético el conocimiento que, agradando a los sentidos, eleva el alma. Es poético el conocimiento que, por unos instantes, deja boquiabierta y en pausa a la propia razón.
Conocimiento poético es el del paisano que, sin saber nada de la taxonomía del caballo, es capaz de admirar su belleza, domar su instinto y cantarle a su flete: “viejos octubres te vieron, piafar de pronto orejeando, cuando un fugar de potrancas, quemó tu ijar encelado”[1].
Mientras el filósofo razona que su trabajo nunca termina, porque cada respuesta genera nuevas preguntas, el poeta dice lo mismo, pero de modo distinto: “cuánto más cosas se saben, más quedan por aprender; la ayuda que da el saber, termina en lo que se ignora, si hasta la luz de la aurora, termina al anochecer”[2].
A veces estamos tan desbordados por los datos, absorbidos por el trabajo y ansiosos por conocer el futuro, que nos cuesta contemplar la apacible belleza de un jardín, una espléndida puesta de sol, o el melodioso canto de los pájaros. El cientificismo y el mecanicismo, la tecnología de la cual peligrosamente dependemos cada vez más, con frecuencia nos impide quitar los ojos de las pantallas y dirigir nuestra mirada al cielo.
Quizá sea hora de pararnos a pensar qué vida y qué mundo queremos, hacia donde vamos, cuánta sabiduría hemos dejado por el camino, y cómo la podemos recuperar. Aún estamos a tiempo.
[1] Matungo – Osiris Rodríguez Castillo.
[2] Herencia pa´ un hijo gaucho – José Larralde
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