Hay personajes históricos que pese a la relevancia que tuvieron y el rastro imborrable de coraje y de luz que dejaron son poco conocidos. Es el caso de fray Domingo Ereño y Larrea, el “Cura de Oribe”. Domingo nació en Lemona, Vizcaya, el 6 de mayo de 1811. Estudió en Bilbao y en 1827 profesó como carmelita. Tras la derrota de los carlistas en 1840 –en cuyas filas militó–, emigro a América. Llegó a Montevideo en abril 1842, junto a su hermana Carmen.
Fue teniente cura en las iglesias del Cordón y del Reducto y militó al batallón de vascos “Aguerridos” –capitaneado por Ramón Artagaveytia–, que se unió al bando de Oribe al inicio de la Guerra Grande. Tras algunos encontronazos con las autoridades de la Defensa, fue trasladado a La Mauricia, capilla ubicada en la esquina de las actuales Asilo y Pernas. Allí bendijo, entre otros, el matrimonio de Leandro Gómez y Faustina Lenguas. Como La Mauricia quedó chica, se construyó un nuevo templo dedicado a San Agustín.
El cura Ereño era todo un personaje: en 1847 mantuvo una fortísima discusión con Oribe. Durante más de un mes no se hablaron: ninguno quería ceder. Oribe tuvo que ir a pedirle perdón al cura, porque el vasco era incapaz de aflojar si estaba seguro de tener razón.
Fue el único sacerdote que permaneció en la línea de fuego durante toda la Guerra Grande, prestando día y noche apoyo humano y espiritual a los heridos, tanto en el frente de batalla como en los hospitales de sangre. A diario entraba a caballo en medio del tiroteo a salvar heridos. Más de una vez se le vio defender, rebenque en mano, la vida de enemigos heridos que los soldados, vengativos, querían rematar. Era un cura muy respetado por su testimonio cristiano y por su disposición al sacrificio.
El 18 de julio de 1853, mientras el pueblo festejaba la fecha patria en Plaza Constitución, la tropa de línea empezó a disparar a los batallones de Guardias Nacionales que solo contaban con municiones de salva. Intentaron defenderse cargando a bayoneta calada, pero fueron diezmados por los batallones de línea de los coroneles Solsona y De Palleja.
Apenas se enteró Ereño de estos sucesos, exhortó a sus feligreses a subir armados a las azoteas de Villa Restauración, mientras él, con una decena de hombres de confianza, subió al techo de San Agustín. Nunca le hubiera entregado el pueblo a Latorre si no le hubiera llegado la orden directa de hacerlo de parte del presidente Giró. Poco más tarde, subió al poder Venancio Flores y decretó el destierro de Ereño, que se fue a Entre Ríos. Años más tarde, Ereño se encargaría de la educación de Eduardo, el segundo hijo de Venancio Flores.
Urquiza recibió a Ereño con bombos y platillos. Hasta le permitió elegir la parroquia que él quisiera… Cuando el cura supo que Villaguay era un pueblo oprimido por el “Tigre de Montiel”, un tirano que ya había asesinado a un sacerdote y torturado a otro, quiso ir allí. Ereño domó al tigre, al punto de que este no quería dejarlo ir cuando su jefe, Urquiza, lo reclamó como párroco de Concepción del Uruguay.
Durante su estancia en los pagos de Urquiza, Ereño prestó importantes servicios a la Patria. Fue de los primeros en enterarse de la invasión a Paysandú. Avisó al gobierno de los preparativos, pero no le dieron importancia hasta que fue muy tarde. A los defensores de Paysandú los ayudó cuanto pudo. Incluso les mandó las últimas balas. Tras el fusilamiento de Leandro Gómez y sus valientes, recibió en su casa a muchos sobrevivientes, y custodió con veneración los restos del hombre cuyo matrimonio había bendecido años atrás.
En marzo de 1865, cuando Urquiza estaba organizando el bautismo de su hija Flora Teresa, Ereño detectó una irregularidad: los padres de la niña eran solteros. Como no podía ser de otra manera, Ereño se negó a bautizar a Teresa hasta que Urquiza se casara. Urquiza obedeció y contrajo nupcias con Dolores Costa.
Para ese entonces, Ereño ya no sentía el mismo aprecio que al principio por Urquiza, debido a su traición a la causa federal y a los héroes de Paysandú. Tras la muerte del caudillo, el heroico cura vasco partió hacia Buenos Aires, donde murió en su ley, asistiendo espiritualmente a los enfermos de fiebre amarilla el 23 de marzo de 1871. Sus restos descansan en la actual Iglesia de San Agustín, levantada donde él construyó la original.
¡Virgen de los Treinta y Tres, envía a nuestra Iglesia muchos sacerdotes santos y valientes como fray Domingo Ereño!
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