Viene dándose desde hace tiempo, en forma paulatina y casi imperceptible para las desatentas mayorías. Ha alcanzado a funcionarios de alta jerarquía de los poderes del Estado y parecería que no le quita el sueño a una cada vez más desmerecida clase política.
En los albores de la era frenteamplista asomaban los primeros síntomas de corrupción, cuando el ex director de Casinos Juan Carlos Bengoa fue procesado por delitos de fraude, concusión (coimas) y conjunción del interés privado con el público.
Poco después, en un acontecimiento que solo la psicología social explica, el otrora sedicioso tupamaro José Mujica, individuo sin formación alguna y carente de la más mínima capacidad para el gobierno y la administración, devino presidente de la República. El Pepe acuñaría la tristemente célebre frase: “Lo político está por encima de lo jurídico”, y bajo esa sombra despuntaría la corrupción estatal.
La indecente subasta de los aviones de Pluna, por la que el ex ministro de Economía Fernando Calloia y el ex presidente del BROU, Fernando Lorenzo, fueron procesados por el delito de “abuso innominado de funciones”; los misteriosos vuelos provenientes de Argentina y Venezuela trayendo valijas cargadas de dólares; el diputado Daniel Placeres (MPP) procesado por un delito de conjunción de intereses al votar cínicamente préstamos para una empresa que dirigía (Envidrio); Nicolás Cendoya, imputado por los delitos de destrucción de documentos públicos, filtración de información y habilitación irregular de frecuencias radiales; la pérdida de un escáner de la Dirección Nacional de Aduanas, que se cayó de la grúa que lo descargaba; el ignominioso negociado y vergonzoso despilfarro de los dineros públicos en Gas Sayago, las toneladas de cocaína que cada tanto salen del puerto de Montevideo rumbo a Europa sin control alguno, son una muestra del obsceno uso ilícito del poder, en buen romance: de corrupción.
Capítulo aparte merece el asunto Raúl Sendic Rodríguez, quien, respaldado por sus estudios de genética humana cursados en Cuba y con aptitudes similares a las de su padrino político para el gobierno, presidiría el directorio de Ancap y llegaría a ser vicepresidente de la República. Su mala suerte llevó a que una investigación periodística lo acusara de arrogarse un título académico que no poseía, así como de haber cometido los delitos de abuso de funciones y peculado durante su gestión en la empresa estatal de combustibles. Tardaría seis meses para renunciar a su cargo por “problemas personales”, durante los cuales la clase política guardó prudente silencio… El haber falseado a su compañero de fórmula, a sus pares parlamentarios y a sus gobernados, así como haber malversado los dineros públicos parecería que no fueron motivo suficiente para enjuiciarlo políticamente.
Luego aparece en escena Charles Carrera, un alto funcionario del Ministerio del Interior que, en su afán de lavar conciencias y evitar consecuencias políticas y jurídicas no deseables para su cartera y su partido político, se serviría de procedimientos ilícitos para que un ciudadano civil recibiera atención integral en el Hospital Policial y concurrentemente un apoyo financiero indebido.
Más acá en el tiempo, Luis Lacalle Pou, aquel hombre joven, inteligente y vigoroso que prometía hacerse cargo de los cambios que se imponían en el país, fue erigido presidente de la República.
Pero Luis cometería su primer e imperdonable error al designar como integrante de su equipo de seguridad a un correligionario de su confianza que registraba una veintena de indagatorias policiales, pese –y aquí lo de imperdonable– a haber sido alertado por el ministro del Interior al respecto.
El asunto Astesiano, en el que este resultó condenado a prisión por la expedición de pasaportes uruguayos falsos a ciudadanos rusos y además fue acusado de tráfico de influencias y manejo ilegal de información reservada, provocó un fuerte impacto en la opinión pública, que mantuvo en jaque al gobierno, afectó negativamente la imagen del gobierno, del Estado y de nuestro país. Asimismo, resultó dañada la figura del presidente, pues si bien el hecho de corrupción no lo compromete directamente, el que se haya generado en su entorno más cercano despierta suspicacias legítimas y por demás entendibles. En esas esferas no hay lugar para discrecionalidades ni excepciones de ningún tipo. Fue una imprudencia inaceptable para un primer mandatario.
Luego sobrevino el caso Marset, un reconocido narcotraficante al que nuestro gobierno le expidió un pasaporte mientras purgaba una pena de prisión en los Emiratos Árabes Unidos. Las peculiaridades de un confuso trámite administrativo generaron recelos y desconfianzas de todo tipo y a todos los niveles. Pero el broche de oro lo puso el manejo político, por parte del Ejecutivo, una vez que tomó estado público e intervino la Justicia. Entredichos, mentiras y acusaciones cruzadas entre jerarcas ministeriales, tejieron un oscuro manto de intrigas que terminó envolviendo a los ministros y viceministros de Relaciones Exteriores e Interior, a altas jerarquías policiales, a un asesor presidencial de primera línea y, sea por acción u omisión, al propio presidente de la República.
En relación con ello, es alarmante el proceder del canciller Bustillo al decirle a la doctora Carolina Ache –su viceministra, su subalterna jerárquica– que el subsecretario de Interior “es un tarado”, y sugerirle que perdiese su celular a los efectos de que la Justicia no contara con pruebas que pudiesen llegar a comprometerla… Una conducta desdeñable, que revela la improbidad del señor Bustillo para ejercer un cargo de esa naturaleza.
Es igualmente alarmante, aunque por su especialidad en el manejo de la opinión pública quizás resulte menos sorprendente, el papel representado en esta novela por el asesor en comunicación del señor presidente, Roberto Lafluf. De hecho, la desesperación por contener un inminente desastre político lo llevó a convocar a los subsecretarios de Relaciones Exteriores e Interior a una reunión en la mismísima Torre Ejecutiva, no sin antes advertirles que “entrasen por el fondo” a fin de mantener la reserva del encuentro… Y allí los instó a borrar los “mensajes comprometedores” para que no constaran en las investigaciones –administrativa y judicial– que se llevaban a cabo. Además, tuvo el descaro de comunicarle a la viceministra Ache que él ya había destruido el acta notarial foliada en el expediente de la investigación administrativa que elevara oportunamente Relaciones Exteriores, por lo que le sugería “hacer una nueva acta notarial” –falsa– con otro escribano.
En efecto, la imaginaria escena insinúa más un conciliábulo de malhechores de baja reputación, reunidos en un depósito de papeles húmedo y maloliente, para destruir pruebas y ensayar coartadas ante un interrogatorio policial, que una reunión de ministros de Estado en casa de gobierno. ¿Y qué decir del señor presidente de la República? Bueno, consultado por la prensa sobre si tenía conocimiento de la reunión, contestó “que había pasado a saludar”… Y a todos los efectos, si mandató o consintió la maniobra, da igual…
Así pues, esto viene sucediendo en el cerno del Poder Ejecutivo y tienen como protagonistas a los más altos funcionarios del gobierno. Nuestro sistema de justicia –Poder Judicial y Fiscalía General de la Nación– no queda atrás, dado que viene siendo objeto de debate público y no precisamente por cosas buenas. Los juicios a militares por causas vinculadas a los Derechos Humanos dieron lugar a magistrados obedientes y manifiestamente militantes del socialismo del siglo XXI, y detrás de un fiscal de Corte, Jorge Diaz –que en términos jurídicos hizo lo que quiso en contra de sus enemigos, los militares, y a favor de sus amigos: en el caso Feldman e, indirectamente, en los casos Charles Carrera, Leal y otros–, aparecieron nuevos jueces y fiscales igualmente trasgresores, como Mariana Motta, Mirtha Guianze y Ricardo Perciballe, quienes al decir de la fiscal Fossati conforman “la Manada”… Ahora, de un tiempo a esta parte, dejando la política de lado y pasando a “otras ideologías”, así como al crimen organizado, últimamente se han dado casos en que, si bien no existen pruebas de prevaricación o connivencia con la delincuencia, sí hay evidencias de mala fe o de una alarmante incompetencia profesional. Por su parte, el Poder Legislativo exhibe un notorio decaimiento del nivel de educación terciaria de los legisladores –diputados 48 por ciento, y senadores 55 por ciento– y, consecuentemente de los debates parlamentarios y de la producción legislativa, al fin.
En conclusión, esta es una fotografía del funcionamiento de los tres poderes del Estado, en la que se aprecian actos innobles, contrarios a la rectitud de ánimo, honestidad e integridad en el obrar que se espera que posean los políticos que la ciudadanía elige para conducir los destinos del país y los burócratas que designan para ocupar los cargos públicos de relevancia institucional.
Las causas: la exigua educación ética y moral en la familia, el deterioro del proceso de enseñanza en todos sus niveles, la inexistencia de cultura cívica ciudadana y la inveterada costumbre de los políticos de realizar nombramientos más por relaciones partidarias, personales o familiares, que por competencia profesional y probidad. Sus consecuencias: la pérdida de credibilidad en el Estado y en las instituciones públicas, el debilitamiento del Estado de derecho y la desconfianza de la ciudadanía en el sistema democrático.
La solución: exigir las cualidades éticas, morales e intelectuales, así como compromiso, a quienes aspiran a gobernarnos.
Del informe Latinobarómetro 2023
La recesión democrática de América Latina
“Destacamos la debilidad de las élites simbolizadas en los presidentes de la república: veintiún presidentes condenados por corrupción, veinte presidentes que no terminan su mandato, presidentes que fuerzan su estadía en el poder rompiendo las reglas de reelección. Un tercio de los presidentes elegidos desde que se inicia la transición han transgredido las reglas de la democracia. Valen más los personalismos, que terminan opacando a los partidos políticos. Esta debilidad conduce a la atomización del sistema de partidos y se desploma su imagen y legitimidad”.
Coronel Luis Eduardo Maciel Baraibar
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