Siempre que se tratan en el Parlamento proyectos de ley sobre temas bioéticos, la Iglesia Católica y otros líderes religiosos opinan sobre su contenido. Nunca falta el político o el periodista que recuerde que religión y política son ámbitos distintos y que quienes tienen creencias religiosas, no deberían hablar de política.
Es cierto que religión y política son ámbitos distintos. Fue Jesús quien dijo: “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Fue el cristianismo quien introdujo la distinción Iglesia y Estado, pues hasta su advenimiento, todas las religiones eran teocráticas. Sobre todo desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia defiende y promueve la autonomía de las realidades temporales. Por eso, a la Iglesia no le importa si el tránsito circula por la derecha o por la izquierda, ni pretenderá jamás que el Parlamento apruebe una ley que obligue a la ciudadanía a creer en el dogma de la Santísima Trinidad.
Pero es erróneo pensar que quien tiene una determinada fe, no debería hablar de leyes donde lo que se cuestiona es la moral. Si bien hay una autonomía lícita, cuando se trata verdades morales objetivas, fundadas en la ley natural y que pueden ser conocidas por la razón, la Iglesia puede y debe hablar. Sobre todo porque en estos asuntos, la ley natural es punto de encuentro que normalmente coincidimos cristianos, no cristianos y no creyentes. ¿Qué es la ley natural? En términos generales, es lo que nos dice el sentido común, que por supuesto, no es privativo de ninguna religión.
Por lo demás, todo creyente tiene los mismos derechos –garantizados por la Constitución y una docena de pactos internacionales- que cualquier otro ciudadano, a expresarse y a opinar como le plazca. Por eso, si a un cristiano que argumenta desde la razón, se le descalifica por su fe, se comete un acto de discriminación injusta.
Todo creyente tiene los mismos derechos –garantizados por la Constitución y una docena de pactos internacionales- que cualquier otro ciudadano, a expresarse y a opinar como le plazca
Además, más allá de su fe, hay profesionales de distintas áreas que intervienen desde su ciencia. A recetar la dosis correcta de morfina, no se aprende en el Catecismo de la Iglesia Católica. Los profesionales opinan como expertos en sus áreas de trabajo. Si su juicio a menudo coincide con el de la Iglesia en decir sí a la vida, es porque sus estudios científicos los llevan a esa conclusión. Como decía Louis Pasteur, “la poca ciencia aleja de Dios, pero la mucha ciencia, acerca a Él”.
Por tanto, lo que parece molestar cuando los cristianos opinan sobre el aborto o la eutanasia, no es su fe, sino sus convicciones morales, fundadas en un modelo antropológico que viene desde la Antigüedad clásica precristiana y al cual adhieren muchos hombres y mujeres independientemente de su religión o irreligión. Reiteramos: la ley natural es un conocimiento al que se accede por la razón. Cicerón, que vivió en el siglo I antes de Cristo, escribió magníficos textos sobre esa ley natural que hoy choca de frente con la dictadura del relativismo.
La propia Constitución de la República manifiesta en reiteradas ocasiones, una preocupación “por la estabilidad moral”, “por el perfeccionamiento moral”, “por la formación del carácter moral de los alumnos”, etc. ¿De qué moral está hablando? ¿De una moral subjetiva? No parece, pues si cada uno se inventara su moral y no hubiera unas normas morales básicas que todos debemos respetar, la convivencia sería imposible. Por eso es razonable pensar que, como nuestra Constitución es de filiación jusnaturalista, la moral a la que se refiere, es la moral natural.
Por supuesto que cada uno es libre de vivir según sus propios códigos éticos. Sin embargo, al momento de legislar, los políticos deberían tener en cuenta la Constitución de la República.
En síntesis, las mismas leyes que la Iglesia critica por estar fundadas en una ética relativista, utilitarista, etc., están por lo menos de espaldas a nuestra Constitución, fundada en la moral natural. Por eso, si un político presenta un proyecto de ley con fundamentos serios y racionales, compatible con la letra y el espíritu de la Constitución, no debería importar si es cristiano o no. Lo importante es el contenido del proyecto y su utilidad para el bien común. Por otra parte, si se presentan proyectos de ley poco serios, e incompatibles con nuestra Carta Magna, no debería extrañar que buena parte de las voces discordantes, sean de cristianos, pues aún sin ser los únicos, nadie como ellos adhiere a la concepción del hombre sobre la que se funda nuestra Constitución.
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