Un viejo refrán inglés nos recuerda: “Cuida de las formas, porque las formas te cuidarán a ti”. Viene al caso el asunto, pues en su edición del 20 del corriente el diario La Nación, de Buenos Aires, publica un artículo sosteniendo la erosión democrática que generan las palabras cuando utilizando un lenguaje soez, grosero o violento se inicia una conversación pública.
Comienza diciendo el articulista que existen varios sistemas –algunos muy sofisticados– para medir la calidad democrática de un país y uno de ellos es escuchar cómo hablan sus dirigentes y también sus sociedades, pues las palabras dan una pauta del nivel de su civilización política. Es decir que se pueden observar los síntomas de la erosión democrática a través del lenguaje utilizado en las discusiones, las expresiones argumentales o la exposición de razones o posicionamientos.
Hay un pacto implícito en toda comunidad respecto a los usos y costumbres sociales que se expresa en el lenguaje, como también en el saludo, en la forma de tratarse, la vestimenta, el comer o el beber que es propio y característico de cada lugar y época.
Si bien el tiempo de la caballerosidad, la fineza en el trato y el ceremonial de la distinción ha sido barrido por la sociedad de masas, subsiste todavía una apreciable diferencia en los distintos niveles económicos del entramado social producto de la diferencia de los medios materiales que permiten un mayor nivel de educación y cultura.
Los estratos más altos son por lo general más cultos, tienen más afición a la lectura, hablan algún otro idioma y tienen la posibilidad de viajar, aunque también participan de esos privilegios, en alguna medida, los sectores de la clase media acomodada.
Pero la gran visibilidad que los fabulosos adelantos técnicos de los medios de comunicación le otorgan a políticos, periodistas, críticos o simples comunicadores con una sobrexposición muy notoria, los coloca en las mejores condiciones de transmitir, llegar e influir sobre una amplia audiencia con sus mensajes.
Es dable observar que hoy se estila una amplitud en el lenguaje que por muy lejos trasciende a los tradicionales códigos de convivencia y de respeto. Por su parte, los políticos en el combate verbal, con el empleo de términos como “zurdo, facho, bolche, miserable o nabo” caen en el desborde y la desmesura que envician y degradan la polémica.
En la República Argentina, nuestra vecina que maneja el mismo idioma, sobran ejemplos de los excesos que saltan a diario entre periodistas y o políticos para nuestra sorpresa.
El mileísmo habla un lenguaje procaz y violento. Pero el kirchnerismo, al copar el escenario político durante tanto tiempo, comenzó desde la misma cúspide de su dirigencia a usar una retórica chabacana y guaranga, a la vez que autoritaria.
“¡¡Che Milei!!” le dijo recientemente Cristina Fernández de Kirchner para dirigirse al presidente, cuyo trato pedestre y vulgar no solo resulta ordinario e insolente, sino que implica un intencionado desprecio por la investidura o una muestra de ninguneo para quien ejerce la máxima autoridad del Estado. Un trato totalmente ajeno a la alta política y al debido rigor institucional.
En nuestro medio no se ha llegado a ese grado de incultura democrática, pero han existido con referencia a periodistas y dirigentes groserías e insultos impropios por parte de quienes son responsables de mantener el más alto nivel de relacionamiento.
El magisterio se prodiga desde arriba hacia abajo, como ejemplo a seguir, dice el sociólogo Gabriel Tarde en su teoría de la imitación. El empobrecimiento del lenguaje es también el de la escala de valores, porque descuidar el lenguaje es también degradar la convivencia.
Finaliza el articulista diciendo que la cuestión excede lo coyuntural, la puntual observación o la crítica concreta, y adquiere un mayor relieve porque descuidar el idioma es descuidar la cultura política. No es cuestión de pobreza intelectual o carencias en el manejo del idioma, sino de aplicar el exceso verbal para acentuar el vigor de un juicio buscando la mayor dureza de una respuesta o la acidez de una crítica, siendo esta una de las razones de la degradación del trato.
Suele decirse “a las palabras se las lleva el viento” o “no son las palabras sino los hechos los que tienen valor”. Entonces se pierde de vista que las palabras también son hechos, que marcan un territorio normativo y fijan límites y valores, cuya transgresión no debe estimularse.
Cuando se rompen los límites del lenguaje se resquebraja el tejido democrático y se filtra el salvajismo anárquico en la escena pública y en forma insidiosa se contribuye a la degradación general. Nada de eso se precisa para promover el progreso social inclusivo, la inversión productiva, la multiplicación del comercio y las transacciones, y el más alto nivel de empleo como fines naturales de toda gestión política.
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