“Pocos creen todavía que la planificación estatal y la inversión pública puedan actuar como motor del desarrollo económico. Hasta los economistas de izquierda muestran un sano respeto por el poder del mercado y la iniciativa privada. Al mismo tiempo, se reconoce cada vez más que los países en desarrollo necesitan integrar la iniciativa privada dentro de un marco de acción pública que fomente la reestructuración, la diversificación y el dinamismo tecnológico más allá de lo que las fuerzas del mercado puedan generar por sí solas. Tal vez no sea sorprendente que hoy esto sea especialmente evidente en aquellas partes del mundo donde las reformas promercado se adoptaron de forma más extrema y en donde la decepción por los resultados es mayor, como ocurre en América Latina”.
Dani Rodrik en “Una política industrial para el Siglo XXI”, Universidad de Harvard (2004)
La crisis provocada por la pandemia terminó de instalar el problema del desempleo como uno de los principales desafíos que deberán enfrentar los países de América Latina. Esto requerirá de una firme acción estatal que contribuya a orientar los esfuerzos del sector privado. Como explicaba Dani Rodrik hace ya casi dos décadas, la región debe lograr trascender la falsa dicotomía entre el mercado y el Estado como polos irreconciliables de desarrollo económico. Ya para ese entonces resultaba evidente que el extremo neoliberal no había producido buenos resultados para las economías de la región, mucho menos para su población. Pasaron casi veinte años –y un auge sin precedentes en los precios de las materias primas– y la región se encuentra nuevamente cercana a su punto de partida.
Para complicar aún más las cosas, esta vez enfrentamos una revolución tecnológica que está transformando rápidamente la producción de bienes y servicios, amenazando con un severo reacomodamiento del poder económico en el mundo.
En concreto, los avances en las tecnologías de la información y la automatización provocarán pérdidas sustanciales en el número de puestos de trabajo, lo que profundizará aún más los problemas de desigualdad. Pero los efectos no serán iguales para todo el mundo. Los países de ingresos más bajos basan sus ventajas comparativas en la abundancia de mano de obra no calificada y los recursos naturales, factores cuyos rendimientos se verán relativamente perjudicados respecto a la mano de obra más calificada.
Esto no implica negar la importancia del avance tecnológico para la economía y para la sociedad. Se trata simplemente de reconocer que sus beneficios no necesariamente se distribuirán por igual, arriesgando con ahondar diferencias sociales y fragmentar sistemas políticos que vienen perdiendo peligrosamente la confianza de los ciudadanos. Ya desde hace tiempo que ha quedado en evidencia la falacia del dogma neoliberal de la economía del derrame, traducción del término “trickle down economics”, popularizado durante los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos, que promovía bajar impuestos a las grandes empresas y a los más ricos, en el supuesto que esto iba a “gotear” hacia abajo. El goteo evidentemente no llegó y resultó en una fragmentación de la sociedad que hubiera resultado difícil de concebir en las postrimerías de la Guerra Fría, revirtiendo los avances para las clases medias y los países en desarrollo que se produjeron en las tres décadas subsiguientes a la Segunda Guerra Mundial.
Frente a este escenario, resulta esencial que los Estados apliquen adecuadamente los recursos públicos en instrumentos y políticas que contribuyan a reducir la brecha de ingresos y a promover la generación de empleos de calidad por parte del sector privado. En tal sentido, resultan apropiadas políticas de gastos focalizadas en inversiones en educación e infraestructura. Ambas son intensivas en la contratación de mano de obra y contribuyen a mejorar la productividad de todos los factores de producción, ofreciendo en el corto plazo ingresos a los trabajadores que les permitan sobrellevar mejor la transición tecnológica.
Afortunadamente, nuestro país cuenta con instituciones e instrumentos que permitirían llevar adelante medidas como las descriptas más arriba. Bastaría con reformular los parámetros utilizados por la COMAP a la hora de otorgar exenciones fiscales, privilegiando tecnologías, procesos y plataformas de negocios que contribuyan a bajar los costos de los factores y no a perpetuar estructuras diseñadas para capturar rentas. Como plantea Stiglitz, aquellos Estados que se encuentren limitados fiscalmente para realizar políticas redistributivas, deben procurar fomentar innovaciones que tomen en consideración las consecuencias sobre la distribución del ingreso. Dicho en pocas palabras, los incentivos fiscales deberían ir dirigidos a abrir carreteras –físicas y virtuales– que favorezcan la producción y el desarrollo de las pymes, y no a financiar los negocios que no son más que peajes regulatorios, y que con frecuencia terminan por encarecer la producción nacional, en lugar de abaratarla.
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