Dada la rica historia de los Estados-nación liberales, es evidente que el liberalismo y el nacionalismo pueden coexistir con éxito. Sin embargo, existe una tensión fundamental entre estas dos ideologías que puede causar graves problemas a un Estado-nación liberal. En concreto, el liberalismo privilegia al individuo y es en última instancia una ideología universalista, mientras que el nacionalismo privilegia al grupo social y es por tanto una ideología particularista. Estas tensiones se manifiestan a veces en un choque entre estos dos ismos. Cuando ese equilibrio se desplaza notablemente a favor del liberalismo, como ocurrió tras la Guerra Fría, amenaza con socavar el nacionalismo del que ningún país puede prescindir. Esto a su vez desencadena una reacción nacionalista, y en el conflicto subsiguiente el nacionalismo vence casi siempre al tratarse de la ideología política más poderosa del mundo moderno.
El liberalismo privilegia el individualismo. Supone que somos, en el fondo, individuos libres que se unen libremente para formar un contrato social y no animales sociales desde un principio. De allí también deriva su importante dimensión económica, concretamente la necesidad de crear un libre mercado en los que los individuos puedan perseguir su propio interés y hacer realidad sus libertades. El liberalismo posee también una poderosa dimensión universalista que influye fuertemente en la forma en que los Estados-nación liberales conciben el mundo. Dado que los derechos individuales son inalienables y tan importantes en la historia liberal, los países liberales se inclinan a preocuparse por los derechos de las personas de todo el mundo.
El nacionalismo, en contraste, parte del supuesto de que los humanos son fundamentalmente animales sociales, aunque deseen espacio para su individualismo. Los seres humanos nacen y prosperan en grupos sociales que moldean sus identidades y les exigen lealtad, y el grupo social de mayor importancia en el mundo moderno es la nación. La mayoría de los individuos se sienten profundamente apegados a su nación, lo que no excluye compromisos con otros grupos como es el caso de la familia. Las naciones necesitan instituciones políticas que ayuden a sus miembros a convivir de forma pacífica y productiva. Necesitan reglas que definan el comportamiento aceptable e inaceptable y que estipulen cómo se resolverán las disputas. Las naciones también necesitan instituciones políticas que les ayuden a protegerse de otras naciones que podrían querer atacarlas y posiblemente destruirlas. Desde principios del siglo XVI, la forma política dominante en el planeta ha sido el Estado. Por lo tanto, las naciones quieren tener su propio Estado porque es la mejor manera de sobrevivir y prosperar. Esto no significa que no puedan producirse grandes desigualdades económicas y sociales dentro de cualquier nación, pero el aspecto clave es que la ciudadanía se mantiene unida por un vínculo común que contribuye a fomentar un profundo sentimiento de identidad nacional.
John J. Mearsheimer en la conferencia anual de la Asociación Americana de Ciencias Políticas, 10 de setiembre de 2020.
TE PUEDE INTERESAR