La epidemia del coronavirus terminó por exponer públicamente lo que muchos ciudadanos en Occidente vienen percibiendo hace tiempo: la globalización ha producido más costos y generado más riesgos de los que la elite que la sostiene estaba dispuesta a admitir.
Cuando grupos de ciudadanos demuestran su descontento acerca de los resultados de esta globalización, y aun cuando acuden a los mecanismos democráticos disponibles, sus organizaciones y partidos son con frecuencia denostados como nacionalistas o populistas.
Sin embargo, tuvo mucho menos resonancia cuando un conocido empresario y precandidato presidencial de los Estados Unidos se refirió despectivamente al trabajo de los agricultores, degradando su actividad como una tarea rutinaria que parecería requerir solo fuerza bruta. En una elección anterior, otro candidato se refirió a todo un sector de la población como “los deplorables”.
Resulta fácil acusar de la creciente polarización política a aquellos líderes políticos que intentan encauzar las voluntades de estos segmentos de la población que se sienten relegados por un sistema que cree los abandonó. Este empuje en la globalización solo fue posible en un período muy especial que siguió a la terminación de la guerra fría, que permitió redirigir gastos de defensa e infraestructura al sector privado, que los aplicó principalmente a elevar sus niveles de consumo. En su etapa inicial esto produjo un bienestar y crecimiento económico que llevó a algunos optimistas a pensar que se trataba del “fin de la historia”, frase acuñada por Francis Fukuyama en 1989 para referirse al triunfo de la democracia liberal occidental por encima del modelo comunista-dirigista.
A pesar de no haber demostrado gran conexión con la realidad, la idea de Fukuyama resultaba atractiva a un occidente que se sintió triunfador de la Guerra Fría.
Sirvió también como base ideológica para intentar exportar un modelo de democracia occidental a regiones del planeta que medio siglo atrás se encontraban gobernadas por un feudalismo nómade. Más allá del desastre político que esto generó en estas regiones, en paralelo se dio una expansión de la globalización del comercio y la industria que prometía beneficiar a todos.
Tres décadas después, la realidad que muestran sociedades otrora prósperas de occidente es muy diferente a lo que prometía esta utopía globalizadora surgida de pupitres académicos. El caso francés es emblemático en este sentido.
El geógrafo social Christophe Guilluy describe una Francia aparentemente unida, pero que en realidad se encuentra dividida en dos. Esta división no se da en términos de clase, etnia o cualquiera de las divisiones que la modernidad postmarxista pretende imponer en sociedades que hasta hace relativamente poco tiempo se definían como “de clase media”.
La verdadera fractura se observa entre aquellos que viven en las grandes ciudades globalizadas, y el resto de los ciudadanos.
Los primeros concentran las oportunidades, las carreras, inversiones y conexiones.
La otra Francia, la periférica, concentra el 60% de la población y ha visto caer permanentemente su nivel de vida. Son las principales víctimas del desempleo, la pobreza y la inseguridad. Resulta natural entonces para Guilluy que estos ciudadanos franceses se sientan desconectados de sus conciudadanos más cosmopolitas. Después de todo, ¿son ellos los culpables de un modelo que los traicionó?
Según Guilluy, el modelo económico adoptado por occidente tiende a polarizar los empleos. De un lado queda un segmento reducido de la población que accede a trabajos muy calificados, y luego el resto se debe conformar con empleos precarios o de baja calidad. Esto ha provocado el rechazo de clases medias que fueron la base misma de la democracia liberal occidental, y que ante esa sensación de abandono, buscan liderazgos nuevos.
Contrastando con la visión del geógrafo francés, en los últimos meses han proliferado sesudos análisis sobre los eventos de Chile, algunos de los cuales pretenden convencernos que el problema está en que a las clases medias les fue “demasiado bien” en el pasado -con el modelo neoliberal-, cuando el crecimiento económico se desaceleró, la gente se enojó y salió a protestar a las calles. Cabe preguntarse cuál fue el disparador que hizo transformar a vastos sectores de la ciudadanía que disfrutaban de una supuesta feliz existencia, en individuos enojados dispuestos a abandonar su confort para acudir a la violencia.
Los modelos económicos neoclásicos demuestran que si dos partes comercian, se mejora el nivel de riqueza agregado. Este es el argumento principal para fomentar el libre comercio. Pero estos modelos no dicen nada de cómo se reparte esta ganancia, y es allí donde radica el descontento de segmentos importantes de la población que se sienten engañadas por algo que pareciera no haber sido más que una fábula.
El futuro de la democracia liberal depende de la habilidad que tenga el sistema político de canalizar este descontento de las clases medias, ofreciendo modelos pragmáticos que permitan resolver el flagelo del desempleo y la degradación de ciudadanos y sus familias, que se han ido convirtiendo en sujetos pasivos de una economía que lleva demasiado tiempo ignorándolos.