Así se titulaba un controvertido film que sirvió de inspiración a algunas denuncias de caos humano que conduce inexorablemente a la quiebra de los valores en los que reposa el orden social. Su autor, Igmar Bergman, uno de los directores más destacados del mundo cinematográfico y considerado el más grande director de la historia del cine, cosechó sus primeros éxitos en el Festival de Punta del Este en 1952.
La película, en blanco y negro, está ambientada en una convulsionada Alemania perdedora de la Gran Guerra, en la década de 1920. Si bien los personajes que allí desfilan están expuestos a los mismos enigmáticos recorridos existencialistas de toda la obra del cineasta sueco, su mensaje encierra una advertencia política. “Todos tienen miedo y yo también”, dice el jerarca policial que interviene en el trágico final del hermano del protagonista. “El miedo no me deja dormir. ¡Aquí nada funciona bien excepto el miedo!”.
No hay que pensar que las dictaduras son el producto de grupos uniformados, sino que en muchos casos –a veces los más crueles– se imponen por el terror de organizaciones de fanáticos/as vociferando en las calles, como mostraba el film. El temor que generan estas desmelenadas hordas desarticula cualquier atisbo de reacción por parte de la ciudadanía mayoritaria y lo que es peor, los que deben velar por las libertades públicas abdican de sus irrenunciables cometidos.
El periodista y expresidente de la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa), Danilo Arbilla, señala en el informativo de Carve lo peligroso de esa actuación de la Justicia de “arrancarle” a un periodista la información sobre una fuente. “En el informe de la SIP no se va a poder decir que en Uruguay hay libertad de prensa. Hay un actuación fundamentalista por parte de miembros de la Fiscalía y del Poder Judicial”, concluye Arbilla.
Mientras muchos se quejan de la lentitud de nuestra Justicia, se ha desarrollado un procedimiento penal vertiginoso contra un periodista y/o un medio que no acataron la dictadura de lo políticamente correcto. Por más que se hagan disquisiciones semánticas de dónde y cómo partió la orden, los hechos hablan por sí mismos.
La creación de la Fiscalía General de la Nación respondió al interés político de incidir en la Justicia penal. Es un secreto a voces que hay jueces y fiscales que responden a denuncias de un sector político.
Todos sabemos que, desde hace años, el Parlamento dejó de ser un ateneo de literatura y un foro de Derecho. Pero lo que nos resulta inadmisible es que una nueva mayoría elegida por la ciudadanía no comience a desarticular el entramado que armó el Frente Amplio con sus 15 años de mayoría legislativa para perpetuar su poder dentro del Estado.
Así tenemos leyes que tergiversan irreverentemente la historia, otras que derogan plebiscitos y hasta un Código de Derecho Procesal Penal que se aprobó con el propósito de sustituir el viejo sistema inquisitivo por el nuevo y democrático proceso acusatorio, y terminó con la sanción por un cuerpo legislativo desaprensivo, de una ley totalmente inconstitucional que desplaza al juez por el contubernio entre el fiscal y el defensor, en arreglos de orden cuasimercantil (el caso Balcedo es paradigmático), que omiten toda discusión propiamente jurídica y eliminan la creación de toda jurisprudencia.
Esa aberración jurídica de un Código aprobado con una negligente indiferencia por la mayoría de ambas Cámaras, se complementó con premeditación y astucia, con la creación de la Fiscalía General de la Nación como servicio descentralizado y la aprobación de las famosas Instrucciones Generales como elemento de presión psicológica del fiscal general sobre sus subordinados. Un fiscal que, como todos sabemos, fue funcional solamente a los intereses políticos del momento.
De modo que el andamiaje a desarticular comenzaría por un nuevo fiscal de corte, cuya designación no debe demorarse más, so pena que sigan ocurriendo hechos como el reciente ataque a la libertad de prensa.
Aún en el caso de que deba aceptarse una Fiscalía de Corte pluripersonal que, aunque no es la mejor solución, colaboraría en lo inmediato en liberar ese cargo de la égida y orientación de sesgo político.
El episodio que referimos, sobre el allanamiento del periodista Ignacio Álvarez y el requerimiento de sus grabaciones y celulares, ha sido ostensiblemente fogoneado por representantes de un frenteamplismo consustanciado con un fundamentalismo generosamente financiado desde el exterior.
Y su improcedencia no resiste el menor análisis jurídico. Más claro, entre el art. 92 de la Ley N° 19.580 (sobre Violencia de Género) y el art. 29 de la Constitución de la República, que consagra la libertad de expresión del pensamiento de forma “enteramente libre” que serían las disposiciones en conflicto, a nadie se le puede ocurrir el primado de la norma legal sobre el texto constitucional.
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