Con frecuencia se habla de “igualdad” y de “equidad” como sinónimos de justicia. La palabra igualdad, según la RAE, es “conformidad de algo con otra cosa en naturaleza, forma, calidad o cantidad”, o también “correspondencia y proporción que resulta de muchas partes que uniformemente componen un todo”.
El problema de la igualdad, ya lo dijo Aristóteles, es cuando se cae en la injusticia de tratar por iguales a quienes son diferentes. En lo único en lo que me puedo parecer a otra persona es en que ambos somos humanos y debemos ser tratados y reconocidos como tales. En eso creo que nadie estaría en desacuerdo. Pero cuando se fuerza la igualdad no en rasgos tan básicos, sino en aspectos que son justamente los que diferencian a los sujetos entre sí –por ejemplo, sus gustos, sus destrezas, sus talentos, sus debilidades, su conducta, sus valores, sus resistencias– estamos en un problema.
Cuando en una institución educativa se busca la igualdad por ejemplo de mérito, generalizando a un grupo entero una calificación aceptable, porque si no se creaba una “desigualdad”, ahí el término comienza a ser injusto y contrario a la mejor calidad de los objetivos educativos.
Con la política en uso en materia de inclusión –con la que es admisible contemporizar si se implementa con criterio e inteligencia– toda institución educativa está obligada no solo a aceptar, sino a aprobar en muchos casos a alumnos que por su dificultad en el aprendizaje, sea por el motivo que sea, no llegan al mínimo nivel esperado. Por supuesto que hay adaptaciones curriculares que deben hacerse para aquel niño que presente alguna dificultad y esto primero lo debe evaluar un equipo interdisciplinario en el que debe participar un psicólogo y un psicopedagogo como mínimo.
En el caso de que al niño se le haga una adecuada adaptación curricular por un especialista, por supuesto la evaluación no será la misma que la de los otros niños que no presentan dificultades y que sí llegan al nivel esperado, o que disponen de los recursos para llegar ese nivel porque no exhiben ninguna condición de base que los limite.
Pero la cuestión crítica con la que nos enfrentamos con frecuencia es que hay cierta resistencia a admitir que no se puede evaluar a todos los alumnos de la misma manera porque uno está “discriminando”. Vuelvo a lo mismo de antes: somos iguales en cuanto a sujetos de derecho, pero no todos necesitamos lo mismo. Todos presentamos diferentes requerimientos, de acuerdo a nuestro nivel de desarrollo, edad cronológica, apoyo dentro y fuera de la escuela, historial, contexto familiar, contexto socio económico, entre varios otros aspectos.
Alegar que todos deben tener una calificación suficiente, incluso si no llegan a ella, puede producir mucho daño, y no solo en el corto y mediano plazo, es decir no solo en el promedio de la escolaridad, sino también a lo largo de la existencia de la persona. Cuando hay baches en el aprendizaje y ellos ocurren en una edad del desarrollo crítica, luego es muy difícil desandar ese camino. Para que se entienda: por algo se empieza a leer y escribir, a sumar y restar en primer grado de primaria, por algo se aprende geografía o historia a partir de segundo o tercer grado, y así sucesivamente con otros aprendizajes. No es una cuestión arbitraria, sino que tiene su razón de ser y tiene que ver con lo que el cerebro es capaz de recibir, procesar y utilizar cuando lo juzga necesario. Por eso el aprendizaje debe progresar en forma gradual y por eso es que se necesita consolidar bien un conocimiento para poder agregar otros más complejos. Si ya las bases están débiles, también lo estará lo que se construya sobre esas bases.
No es por un capricho ni por un extremo estructuralismo que no apruebe la “igualdad” forzosa tan predicada y sustentada por la agenda hegemónica para emparejar resultados ficticios e insostenibles. Subrayo que cada individuo necesita algo diferente y no podemos reducir la educación del niño a la corrección política, por lo tanto, es necesario revisar el concepto de lo igual que se está promoviendo mediante campañas insistentes en determinados sectores y preguntarse si no se termina cayendo en la mediocridad por querer reducir todo a lo “igual”. No debemos temerle a lo diferente; debemos propiciar la sana competencia, el orgullo del mérito propio y una escuela que satisfaga las necesidades de las individualidades cuando sea posible y lo más importante: que promueva el reconocimiento de cada niño.
(*) Psicóloga, especialista en autismo.
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