Días atrás se originó una serie de desencuentros verbales entre las principales figuras de la izquierda uruguaya a raíz de las declaraciones del exmandatario José Mujica sobre Carolina Cosse y su aparente falta de llegada en el interior del país. Probablemente, como bien explicaba una editorial de El País publicado a posteriori, se haya tratado de otra humeante estratagema del Pepe, para desenfocar por unos instantes el tema de Pluna, que volvía estar en la opinión pública. No obstante, resulta interesante observar el papel que ha cumplido el interior del país en el proceso político uruguayo, papel que obviamente pudo llevar a cabo a través de la sinergia ciudad-campo tras las elecciones de 1916.
Nadie puede negar que, en nuestros orígenes coloniales, la ganadería fue el primer motor económico de la región, de la mano principalmente de los jesuitas, que fueron fundamentales para el desarrollo de las primeras estancias eficientes, que dieron nacimiento a una nueva forma de vida que tuvo como principal genotipo al arreador –nuestro característico hombre de campo–. En esta edad de oro de los pueblos misioneros jesuíticos, la población rural, resultado del mestizaje, vivía rodeada de abundancia. Quizá una evidencia de ello sea que Yapeyú –nombre de una de las estancias que tenían sus límites en Paysandú– en guaraní quiere decir fruto maduro pronto para ser tomado.
Pero varios hechos consecutivos, como la marcha de los portugueses de Colonia de Sacramento tras el Tratado de Madrid de 1750, la expulsión de los jesuitas y la fundación de Montevideo inauguraron una nueva etapa de decadencia en el norte rural de la Banda Oriental. En principio, Montevideo tuvo jurisdicción hasta el río Negro, y del río Negro al norte, las comunidades tapes dependientes de la estancia de Yapeyú trataban permanecer organizadas a pesar de ya no contar con la tutela de los padres jesuitas y debían resistir a las embestidas de aquellos que Artigas llamó “malos europeos y peores americanos”, que con el fin de apoderarse de sus tierras y sus ganados les asaltaban y atacaban sus puestos. Así dio comienzo el largo periplo de las comunidades rurales por el interior profundo de Uruguay.
En el siglo XIX, con el devenir del ciclo independentista, José Artigas conoció de primera mano los problemas que aquejaban a la población rural y trató, a través del Reglamento de tierra de septiembre de 1815, de darle orden y seguridad a la campaña. En el centro de este proyecto estaba darle estabilidad a la familia rural. Sin embargo, tras casi las dos décadas de guerras discontinuas que desembocaron en nuestra independencia, la campaña uruguaya había quedado en un estado miserable.
La Constitución de 1830 tampoco significó un avance para la población del campo, que constituía alrededor del ochenta por ciento del total de la población de Uruguay, porque al estarles negado el derecho al voto, los analfabetos –que eran en su mayoría gente de campaña– no podían tener incidencia en la elección del gobierno. En definitiva, esta situación terminó por desencadenar los constantes enfrentamientos civiles entre los dos partidos que se disputaban el gobierno –blancos y colorados– que vivió nuestro país hasta principios del siglo XX.
De hecho, la revolución de 1904 –de la que se cumplen 120 años–, que culminó con la llamada Paz de Aceguá, fue el último gran levantamiento del medio rural. En esas negociaciones de paz, Pedro Manini Ríos y Luis Alberto de Herrera cumplieron un rol fundamental, determinante en lo que sería su posterior trabajo en la escena política, siendo este episodio un preámbulo de lo que sería el pacto nacional para ganar en las elecciones de 1916, garantizando por primera vez el sufragio universal.
“En ese momento Pedro Manini Ríos se transforma en el actor principal del acuerdo con los blancos de cara a las elecciones para la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente para reformar la Constitución de 1830, y logra con el gobierno de Feliciano Viera hacer prevalecer el criterio del voto universal y secreto. Hasta ese entonces solo participaban en la elección de los gobernantes entre un tres y un cinco por ciento. En un país que superaba el millón de habitantes solo concurrían a las mesas de votación menos de cincuenta mil ciudadanos. Estas elecciones tuvieron lugar el 30 de julio de 1916 y fue la primera vez en el Uruguay independiente que la ciudadanía gozó del beneficio del voto secreto. Y también fue la primera vez que los candidatos gubernistas fueron derrotados en casi todas las circunscripciones electorales” (Hugo Manini Ríos, La Mañana, 26-6-19).
Este hecho, generalmente ignorado por la ciudadanía, fijó las bases de la fortaleza institucional de la democracia en Uruguay, e inauguró una nueva etapa política en el país, en el que el interior volvía a ser capital.
No obstante, a pesar de que Uruguay alcanzó algunos índices de prosperidad hasta la segunda mitad del siglo XX, basando su riqueza en el desarrollo agropecuario, lo cierto fue que hubo pocos intentos de descentralización de la economía y de la cultura que verdaderamente funcionasen. Y los productores rurales familiares, sobre todo pequeños y medianos, fueron disminuyendo al quedar relegados económicamente. De alguna forma, el interior del país mantuvo una identidad propia y un trasiego de problemas propios, algunos de los cuales siguen sin solución en pleno siglo XXI.
Pero más allá de eso, los partidos políticos tradicionales supieron, después de 1916, que el voto del Uruguay adentro era decisivo no solo para ganar las elecciones sino también para que el país efectivamente progresara. Tradicionalmente, Partido Colorado tuvo sus departamentos inexpugnables como Artigas, Salto, Río Negro, Colonia, Canelones, Maldonado, Montevideo. Mientras que el Partido Nacional tuvo a Tacuarembó, Cerro Largo, Treinta y Tres, Florida, San José. Pero la aparición del Frente Amplio y la decadencia del modelo batllista en un mundo que cambiaba vertiginosamente transformaron el panorama político de Uruguay.
De todas formas, el interior del país, a diferencia de Montevideo –que desde los años noventa se convirtió en un bastión hasta ahora inexpugnable del Frente Amplio–, mantuvo cierta resistencia hacia las opciones de izquierdas. Y no fue hasta la presidencia de Mujica y las elecciones nacionales que marcaban el fin de su periodo de gobierno en 2015 que el Frente Amplio ganó en catorce departamentos, mientras que el Partido Nacional solo lo hizo en cinco. Hay que decir que este apoyo no duró demasiado, ya que en las elecciones de 2019 el partido Nacional y el Frente Amplio ganaron cada uno en nueve departamentos, estableciendo un nuevo equilibrio.
En definitiva, más allá de los logros que el Frente Amplio quiso exhibir frente a la población del interior, como mayor conectividad, lo cierto fue que la gente todavía no había tenido respuesta a sus reclamos más importantes. De esa forma emergió Un Solo Uruguay en 2018 como una plataforma popular que pretendía llevar a la opinión pública los problemas del campo uruguayo. También como una forma de quitarle protagonismo al mujiquismo dentro en el medio rural.
Por otra parte, con la aparición dentro del espectro político uruguayo de Cabildo Abierto, con el liderazgo de Guido Manini Ríos, una figura querida en el interior del país, la problemática agropecuaria, tanto económica y social como humana, volvía estar sobre la mesa. Y tal fue así que, en esas mismas elecciones, uno de los referentes de Un Solo Uruguay, Solís Echeverría, fuera elegido diputado por Tacuarembó representando a Cabildo Abierto, aunque luego le dejara su banca a Rafael Menéndez. Por eso, en este año electoral en el que la competencia entre la Coalición Republicana y el Frente Amplio parece bastante pareja, el voto de la gente del interior profundo será capital. Y es probable que sea esa minoría de trabajadores y productores rurales, que sigue apostando por una forma de vida digna que lleva ya varias generaciones sobre la tierra, la que decida el futuro del país.
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