La humanidad pasa hoy por uno de los períodos más peligrosos de su historia. En algunos aspectos, lo que está sucediendo no tiene precedentes; pero, en otros, es una herencia directa de los conflictos anteriores que enfrentaron a Occidente con sus adversarios. Este libro trata de estos enfrentamientos del pasado remoto y cercano.
No voy a extenderme mucho en las relaciones que trajo consigo, en todas las latitudes, la expansión colonial europea, y que fueron incontables. Lo que pretendo es centrarme en un ámbito mucho más limitado como es el de los países que, en el transcurso de los dos últimos siglos, han intentado resueltamente poner en tela de juicio la supremacía global de Occidente.
Solo tomo en cuenta tres: el Japón imperial, la Rusia soviética y, por último, China.
Antes de trazar sus trayectorias, tan singulares, y sin pretender anticipar el desenlace de los conflictos actuales, se impone una pregunta: ¿de verdad lo que estamos viendo en la actualidad es el declive de Occidente?
No se trata, ni mucho menos, de una pregunta nueva, sino que se lleva planteando de forma recurrente desde la Primera Guerra Mundial; las más de las veces, por cierto, de la pluma de los propios europeos. Lo cual no resulta una sorpresa, ya que las potencias del Viejo Continente han conocido, en efecto, una “pérdida de categoría” en relación con el rango que ocupaban en el mundo en tiempos de los grandes imperios coloniales.
No obstante, buena parte de la preponderancia perdida la “recuperó” esa otra potencia occidental que son los Estados Unidos de América. La magna nación de allende el Atlántico se alzó hasta el primer puesto hace más de cien años; ella fue la que se encargó de bloquear el camino a todos los enemigos de su bando; y, en el momento en que escribo estas líneas, conserva la primacía merced a su potencia militar y su capacidad científica e industrial, así como a su influencia política y mediática en el conjunto del planeta.
¿También estará ella a punto de caer de su pedestal en la actualidad? ¿Estaremos asistiendo a la pérdida de categoría de todo Occidente y a la emergencia de otras civilizaciones, de otras potencias dominantes?
En lo que a mí se refiere, a estas preguntas que, inevitablemente, seguirán persiguiendo a nuestros congéneres durante todo el presente siglo, les daré una respuesta matizada: sí, el declive es real y adquiere a veces la apariencia de una auténtica quiebra política y moral; pero todos cuantos combaten a Occidente y cuestionan su supremacía, por razones buenas o malas, se hallan en una quiebra aún más grave que la suya.
Mi convicción, en este asunto, es que ni los occidentales ni sus numerosos adversarios son hoy capaces de conducir a la humanidad fuera del laberinto en el que anda perdida.
Semejante diagnóstico supongo que tranquilizaría a algunos de mis contemporáneos. Conscientes de las dificultades por las que pasan sus propias naciones, no les disgustaría pensar que las demás lo están pasando igual de mal. Pero, si nos situamos en una perspectiva más amplia, este extravío generalizado, agotamiento del mundo, esta incapacidad de nuestras diversas civilizaciones para resolver los espinosos problemas a los que debe enfrentarse nuestro planeta, solo puede ser motivo de angustia.
Me complace creer, sin embargo, que esta aprensión que siento y que otros muchos notan bajo todos los cielos acabará por traer consigo una toma de conciencia saludable. Aunque ninguna nación, ninguna comunidad humana, ningún ámbito de civilización posea todas la virtudes ni cuente con todas las respuestas, aunque ninguna tenga ni capacidad ni derecho para ejercer su dominio sobre las demás, ni ninguna tampoco quiera que la sometan, que la rebajen ni la marginen, ¿no deberíamos volver a plantearnos en profundidad la forma en que se gobierna nuestro mundo para prepararles a las futuras generaciones un porvenir más sereno, que no esté compuesto de guerras frías o calientes ni de luchas interminables por la supremacía?
Pues estamos errando el camino si creemos que a la humanidad tiene que encabezarla obligatoriamente una potencia hegemónica y que solo quepa la esperanza de que lo haga la menos mala, la que cometa menos atropellos, aquella cuyo yugo sea menos pesado. Ninguna merece ocupar una posición tan abrumadora, ni China, ni América, ni Rusia, ni la India, ni Inglaterra, ni Alemania, ni Francia, ni tan siquiera Europa unida. Todas, sin excepción, se volverían arrogantes, depredadoras, tiránicas, odiosas, si se hallasen en una situación de omnipotencia, por más que fuesen portadoras de los más nobles principios.
Tal es la gran enseñanza que nos prodiga la Historia y hay en ella quizá, por encima de las tragedias de ayer y de hoy, el esbozo de una solución.
Amin Maalouf, nacido en Líbano en 1949, es uno de los escritores más brillantes y clarividentes de las actuales letras francesas. Novelista, periodista, ensayista, miembro de la Academia Francesa, toda su obra, traducida a más de cuarenta idiomas, está publicada en Alianza Editorial. Entre los numerosos premios que ha recibido cabe destacar el Goncourt por La roca de Tanios, y el Aujourd’hui 2019 al mejor libro de geopolítica por El naufragio de las civilizaciones; así como el Príncipe de Asturias 2010 en reconocimiento a toda su obra y a su labor estrechando lazos entre Oriente y Occidente. El fragmento ut supra es de su reciente libro, publicado este año, El laberinto de los extraviados Occidente y sus adversarios.
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