Las tecnologías que nos complacemos en calificar de “verdes” tal vez no lo sean tanto. Incluso cabe decir que su impacto ecológico resulta considerable. Y Toronto, adonde nos dirigimos en la primavera de 2015, es el lugar en el que vamos a tomar conciencia de ello.
En el corazón del Financial District, todas las entidades englobadas en el mundo minero norteamericano –desde compañías de exploración, expertos, autoridades públicas, inversores de capital de riesgo y consultorías a universitarios– se han congregado en la confortable atmósfera de un gran hotel con ocasión de una conferencia dedicada a la fiebre de los metales raros. Se habla de inversiones, tesorería, margen bruto, recaudaciones de fondos, estructuras de costes, capitalización bursátil, producción media anual.
Las perspectivas de crecimiento de las tecnologías verdes son extraordinarias. La Agencia Internacional de la Energía (IEA, por sus siglas en inglés) profetiza que de aquí a 2040 la proporción de las energías renovables en la producción mundial de electricidad aumentará hasta un 33%, frente a un 21% en 2012.
Ahora bien, en el seno de este gran teatro de la mina, en su mayoría masculino y bien vestido, se encuentran dos personajes que impiden a todo ese mundillo campar a sus anchas.
El primero de ellos es el canadiense Bernard Tourillon. Dirige Uragold, una empresa que produce los materiales necesarios para la industria solar, y ha calculado minuciosamente el impacto ecológico de los paneles fotovoltaicos. Teniendo en cuenta sobre todo el silicio que contiene, la producción de un solo panel solar genera más de 70 kilogramos de CO2.
Ahora bien, con un número de paneles fotovoltaicos que aumentará un 23% anual en años venideros, esto significa que la capacidad de producción eléctrica de las instalaciones solares fotovoltaicas crecerá también anualmente en 10 gigavatios. Lo cual representa 2,7 millardos de toneladas de carbono arrojados a la atmósfera, es decir, el equivalente a la contaminación generada durante un año por la actividad de casi 600.000 automóviles.
Dichos impactos se incrementan todavía más en el caso de los paneles que funcionan con energía solar térmica: algunas de estas tecnologías consumen hasta 3500 litros de agua por megavatio-hora. Esto implica un 50% más que el agua necesaria para una central térmica de carbón. Y resulta todavía más problemático puesto que las huertas solares suelen estar situadas en zonas áridas, donde los recursos de agua no abundan precisamente.
El segundo aguafiestas es John Petersen, un abogado texano que trabajó durante mucho tiempo en el sector de las baterías eléctricas. Tras dar vueltas y más vueltas a las cifras, consultar numerosos estudios universitarios y llevar a cabo sus propias investigaciones, llegó a una conclusión singular. Remontémonos a 2012: investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) se dedican a comparar el impacto del carbono de un coche clásico, que funciona con combustible, con el de un coche eléctrico. Primer descubrimiento: la fabricación de un coche eléctrico, que teóricamente consume menos energía, requiere mucha más que la de un coche clásico. Esto se explica sobre todo por su batería, por lo general de ion de litio, que es pesada, muy pesada. Baste pensar que la utilizada para un vehículo eléctrico modelo S de la célebre marca estadounidense Tesla pesa por sí sola el 25% del peso total del coche: 544 kilogramos, la mitad que un Renault Clio.
Ahora bien, las baterías de ion de litio se componen de un 80% de níquel, un 15% de cobalto y un 5% de aluminio, pero también contienen litio, cobre, manganeso, acero e incluso grafito. Ya sabemos en qué condiciones son extraídos estos minerales en China, Kazajistán y la República Democrática del Congo, a lo que cabe añadir el refinado y toda la logística necesaria para el transporte y el montaje. Conclusión de los investigadores de la UCLA: solo la industrialización de un coche eléctrico consume entre tres y cuatro veces más energía que la de un vehículo convencional.
Y eso no es todo: nos consta que las tecnologías verdes convergen progresivamente hacia las tecnologías digitales, las cuales, nos prometen sus heraldos, decuplicarán sus efectos. Por tanto, atrevámonos a aventurar esta pregunta tan escandalosa: ¿no agravarán más bien estas últimas la contaminación generada por las green tech? No es ese el discurso de los profetas de la transición energética, muy al contrario. Lo digital, aseguran, nos permitirá acceder nada menos que a la sobriedad energética. Tal es la retórica dominante, que debemos desmenuzar minuciosamente.
Ahora bien, lo digital exige la explotación de cantidades considerables de metales: anualmente la industria de la electrónica requiere 320 toneladas de oro y 7500 toneladas de plata, acapara el 22% del consumo mundial de mercurio (es decir, 514 toneladas) y hasta un 2,5% del de plomo. Solo la fabricación de ordenadores y teléfonos móviles engulle el 19% de la producción mundial de metales raros como el paladio y el 23% del cobalto. Sin contar la cuarentena de otros metales contenidos por término medio en los teléfonos móviles.
Y eso que “el producto que llega al consumidor solo representa el 2% de la masa total de los residuos generados a lo largo del ciclo vital”, explican los autores de una obra dedicada a la cara oculta de lo digital.
Basta un ejemplo: “Solo la fabricación de un chip de dos gramos implica la emisión de unos dos kilos de materiales”, es decir, una proporción de 1 a 1000 entre la materia producida y los residuos generados. Y únicamente estamos hablando de la producción de aparatos digitales. A decir verdad, el funcionamiento de las redes eléctricas generará, lógicamente, una actividad digital adicional, y por tanto supondrá una contaminación suplementaria, cuyos efectos empiezan a ser conocidos.
Un documental dedicado a los impactos medioambientales de internet describe así el recorrido de un vulgar correo electrónico: una vez salido del ordenador, llega a la caja digital, baja por el edificio, desemboca en un centro de empalme, circula por un cable individual hacia intercambiadores nacionales e internacionales, y luego pasa por un anfitrión de servidores (por lo general con base en Estados Unidos).
Guillaume Pitron (París, 1980) es periodista de investigación y documentalista. En 2017 ganó el Premio Erik Izraelewicz de investigación económica que concede Le Monde y en 2018 el premio al Mejor Libro Económico del año.
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