Nuestro camino
“El maestro de las juventudes de América”, de esta manera titulaba Eugenio Petit Muñoz un capítulo de su libro Infancia y juventud de José Enrique Rodó.
El papel de la gran figura de Rodó para con el presente es de los máximos intereses que suplica la forma de vida del hoy, aquella que con la mano apretando el reloj es viva presa de cada segundo; en el mundo donde sulfura lo inmediato, la concepción rodoniana invita a vigorizar el espíritu.
No quiero expresar en el presente las valías del pasado, invito a concebir al espíritu como el desarrollo intelectivo, como aquel que en la vorágine del hoy encuentra en las pequeñas horas del ocio más que el reflejo de una pantalla, más que la dependencia de la vidriera mercante de una comunidad del espejo.
La contemplación, forma inaccesible (y aun así de búsqueda) concebida en Platón como vida superior, no es dogma negador de nuestra acción cotidiana, de nuestro compromiso con el orden político, de nuestra incidente voz en el rumbo de la comunidad, pero es acaso hoy la única guisa que en la muerte de la contradictoria quietud rutinaria nos puede elevar a la construcción de nuevos caminos, aquellos que no se construyen con el mero pico de un progreso aséptico, sino con la fuerza del foco más claro de futuro.
No relevo estas expresiones como quien en la torre de marfil del idealismo impoluto se cierne ante las cosas con desprecio, sino como quien tomando el timón de un barco le da más dirección que la del naufragio que nos enfrenta el oleaje.
Abandonando la tediosa literatura que para algunos estarán teniendo estos párrafos en un siglo XXI de política de neutro lenguaje, me limitaré a expresar con más simpleza aún mi primera impresión de la obra de Rodó y el porqué de su actualidad.
La originalidad, esta idea que nos moldea en los espacios más cotidianos, se ha perdido en el morral de nuestras consideraciones, la de nuestro sentir comunitario. Las visiones estrictamente cosmopolitas, que con soluciones de otras tierras se enfrentan a la realidad del Uruguay, no solo se destinan al fracaso por perder la valía de ser nosotros mismos creadores, sino también en lo que conforma al mayor de los órdenes materiales.
Y véase cómo la pretensión rodoniana, aquella que evoca al espíritu como timonel, halla a la vez la mayor conciliación con el materialismo.
Pero muchas veces estos recetarios ajenos encuentran en el progreso efervescente la practicidad de la adecuación. Es en este momento que se plasma la mayor de las consideraciones: ¿es la construcción latinoamericana la mera conciliación con el orden imperante, aquel que tiene su propio camino de progreso? ¿Es posible que este camino sea también el nuestro?
Deslizo en este punto a Simón Rodríguez, tutor y maestro de Simón Bolívar, filósofo y educador de nuestra América: “La América Latina es original, por lo tanto, no debe copiar o imitar. O inventamos o erramos”.
La cuestión cultural
La cultura se construye hoy en nuestras manos o es un vestigio de la historia incapaz de enfrentar las más contendientes diatribas que encolumnan nuestra vida, buscando las cosas que no somos, las cosas que no tenemos, la alfombra de gala y luz que nos enfrenta y escalona.
No es este el abandono del mundo, ni tampoco la limitación de las ideas, es ante todo la búsqueda más pura del ser humano: la felicidad.
¿Y por qué un giro hacia esta idea, tan general que apabulla su simple esbozo y concede el histrionismo en cualquier conversación? A la vez que impresionara su relación con el aspecto del camino latinoamericano. La razón es que la felicidad tiene estricta ligazón con la cultura.
Es “la fisionomía del tiempo en que vivimos” aquella que en el norte encuentra todo lo que queremos ser, la que nos aleja de la gran aspiración rodoniana, la de un espíritu latinoamericano común.
Precisas son las aseveraciones de Jacob Burckhardt entorno a la elevación del afán de lucro como destructor de la cultura, y por ende de las figuraciones estéticas. Si nos encontramos hoy en la destrucción de la cultura por mera uniformidad de la vida, por la construcción de los pilares de un bienestar que no tiene más definición que la obsesión por atesorar, que la angurria económica, devenimos en la angustia de no ser, de la despersonalización.
El mundo, las naciones, que son organismos vivos y por ende perennes, no tienen hoy más grande amenaza que la de perder su cultura, de ser socavadas ante la presencia totalizadora de una que se cierne ante las otras.
La actualidad de Rodó no es su solo estilo literario, ni su desarrollo filosófico vasto y rico, sino también la punta de lanza de su pretensión, la unidad de América Latina, que sufre el velo de la invisibilidad en el mundo. Que no puede en su deshilachado y fragmentado presente ser incidente o representada en un globo económico, cultural, político que avanza con nosotros a puestas, desinteresado de nuestras concepciones de vida.
Son estas concepciones a las que debemos nuestro futuro, las que tenemos que cultivar, con construcción de ciudadanía, con sentido de arraigo, con el pienso que rebasa la nimiedad, con el ascenso de la política en su forma más orgánica, la del compromiso con lo que nos rodea.
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