El liberalismo ha generado su propia destrucción. Como filosofía y proyecto político concreto, uno de sus principales objetivos era derrocar a la vieja aristocracia que garantizaba la posición social y política por derecho de nacimiento. Por mucho que uno se esforzase –o se tornase descuidado–, su rango social y político resultaba inamovible. Esta inmutabilidad era cierta no sólo en lo que respecta a la posición política de cada uno, sino como consecuencia de que gran parte de la identidad de cada uno era consecuencia de su propio origen. El liberalismo propuso derrocar este ancién régime y sustituirlo por un orden en el que los individuos, mediante el esfuerzo, la capacidad y el trabajo duro, pudieran crear una identidad y un futuro basados en el cúmulo de sus propias elecciones.
Varios cientos de años después de iniciado este experimento, hemos sido testigos directos del ascenso de una nueva clase dirigente, una “meritocracia” que ha prosperado en las condiciones establecidas y promovidas por el liberalismo. El liberalismo está hoy en crisis, no sólo por el mal comportamiento de la nueva élite, sino porque su ascenso se ha correspondido con el desgaste de las instituciones que beneficiaban a las clases más bajas al tiempo que contenían a los ambiciosos que deseaban escapar a sus ataduras. El debilitamiento de la familia, el barrio, la iglesia y la comunidad religiosa, y otras asociaciones, ha provocado la degradación de las condiciones sociales y económicas de “la mayoría”, mientras “unos pocos” se han hecho con el monopolio de las ventajas económicas y sociales.
En las democracias liberales avanzadas de todo el mundo, los votantes de las clases trabajadoras se han movilizado para rechazar a esos gobernantes que siempre han mirado con desdén y desprecio a los que se han quedado “atrás”. En respuesta, el liberalismo se ha desenmascarado a sí mismo, revelándose como una ideología que forzará a la sumisión a quienes se le opongan y promoviendo un liberalismo cada vez más “iliberal”. Los esfuerzos por limitar el poder político de los desposeídos culturalmente y los desfavorecidos económicamente –frecuentemente mediante la acusación a las mayorías de ser “antidemocráticas”– revelan cada vez más que el liberalismo no es un sistema global mutuamente compartido que permite en todo momento la autodeterminación, sino más bien un conjunto particular de compromisos partidarios. La otrora inquebrantable filosofía pública ha quedado deslegitimada.
Una concepción premoderna del liberalismo –expresada en las páginas de Platón, Aristóteles, la Biblia y la confluencia de las escuelas filosóficas de Atenas y la tradición teológica bíblica de Jerusalén– se basaba en la idea de la autonomía, la autodisciplina y el autogobierno. Las instituciones de la familia, la religión y el gobierno ponían barreras a los apetitos y deseos naturales que, cuando se cedía a ellos, desembocaban en lo que esta tradición consideraba una condición de servidumbre o esclavitud. Todos los ciudadanos, incluidos los poderosos, debían habituarse a la virtud de la libertad, y las barandas contribuían a esa educación para la libertad.
Por el contrario, los arquitectos del liberalismo propusieron una visión de libertad emancipadora de las antiguas formas sociales que habían enseñado y reforzado el cultivo de la virtud. La realización de una nueva forma de libertad exigía el desmantelamiento de las antiguas instituciones que habían cultivado el ideal clásico de libertad.
Lo que antes se consideraban “barandas” han pasado a considerarse opresiones y limitaciones injustas de la libertad individual. Como resultado, el avance de la libertad liberal ha significado el debilitamiento gradual, y luego acelerado, la redefinición o el derrocamiento de muchas instituciones y prácticas formativas de la vida humana, ya sea la familia, la comunidad, una amplia gama de asociaciones, escuelas y universidades, la arquitectura, las artes e incluso las iglesias. En su lugar, surgió un mundo aplanado: los amplios espacios abiertos de la libertad liberal, un vasto y cada vez más amplio campo de juego para el proyecto de autocreación.
Patrick J. Deneen, en “Regime Change: Toward a Postliberal Future” (Cambio de régimen: hacia un futuro postliberal), publicado por Penguin Random House (2023)
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