El filósofo griego Aristóteles, que había conocido el último resplandor de la democracia ateniense, afirmaba en el comienzo de su obra Política: “Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por tanto, que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación política”.
Es interesante observar cómo en la antigüedad griega el valor de las asociaciones sociales con base en un sentido pragmático era algo común, de forma que además del Estado, la familia, así como la corporación de oficios, también tenían una importancia fundamental en este sentido. Pero no con base en una ideología –como sucede hoy en día– o en las ideas de una facción o partido político, sino con base en la praxis.
En efecto, la palabra política –que se forma a través del griego polis, que significa ciudad– vendría a significar todo aquello relativo a la vida en la polis, o mejor dicho, la política sería de alguna forma: el arte de vivir en sociedad. Y como bien señalaba Aristóteles, el Estado es la organización esencial por medio de la cual la humanidad no solo se ha integrado y desarrollado, sino que más aún, ha alcanzado la idea de un bien común, superior, del cual el Estado es propio reflejo, y que al mismo tiempo es el fundamento del bienestar individual.
Por ese motivo, cuando desde los prolegómenos de la modernidad ese bien superior estuvo ligado a distintos valores que se complementaban como la razón, la libertad, la propiedad privada y la igualdad que solo la democracia podía proveer a través del orden –la ley– y la justicia, teniendo esta etapa del pensamiento humano referentes como Voltaire, Locke y Rousseau, el mundo cambió definitivamente. Y entró en una nueva etapa en la que el Estado republicano configuró la organización social por excelencia.
Teniendo en cuenta lo expresado, en este año que se cumplieron 120 años de la Paz de Aceguá, que puso término al histórico conflicto entre blancos y colorados que llevaba más de medio siglo convulsionando la paz de nuestra república, parece ser una excelente ocasión para reivindicar el valor de tener como país una institucionalidad fuerte encarnada en el espíritu de nuestra ciudadanía. Y tal como aquel espíritu que invocaba Rodó para vivificar el más alto sentido de una democracia, nuestra ciudadanía supo consagrar en el sufragio universal, el elemento indispensable para la paz nacional.
De forma que en aquellas jornadas calurosas de Aceguá en las que el diálogo y la comprensión íntima de las circunstancias que se estaban viviendo en el país eran decisivas, Basilio Muñoz y Luis Alberto de Herrera le transmitían a Pedro Manini Ríos, íntimo colaborador de Batlle y Ordóñez, la voluntad férrea de terminar con los conflictos internos de Uruguay.
En esa línea, el debate del domingo pasado entre Yamandú Orsi y Álvaro Delgado dejó en evidencia una vez más que para ser candidato a presidente no basta simplemente con haber hecho una gestión o dos al frente de una Intendencia o de haber estado un periodo en el Senado, sino que se deben tener otros atributos, de índole política –y por efecto comunicativa, expresiva, racional– para ejercer esa función, tal como ha sido históricamente en este país. Porque por sobre todo, lo que debe primar en el Poder Ejecutivo es la capacidad de decisión, de resolver problemas, de poder negociar a través de la palabra y el discurso. No hay que olvidar que, aunque el Poder Ejecutivo delegue algunas de sus funciones a sus ministros, todas y cada una de ellas le pertenecen por esencia. Entonces, ¿se puede tener un Poder Ejecutivo dubitativo, cuando la realidad impone constantemente lo imprevisible en su devenir?
Decía Konrad Adenauer, primer canciller de la República Federal de Alemania y uno de los padres de Europa: “En política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno”. ¿A qué se refería el principal artífice fundador de la Unión Europea? A que desde los días de la democracia ateniense el arte de la oratoria –de la cual Demóstenes o Pericles fueron fieles exponentes– es fundamental para generar convicciones no solo en la ciudadanía, sino también con otros presidentes o autoridades internacionales, tanto de carácter político como comercial. Y en ese sentido, es evidente que Álvaro Delgado está mucho más preparado que Orsi, no solo por su propia trayectoria personal, sino que estos años junto al presidente Luis Lacalle Pou, que está a punto de terminar su mandato con una aprobación del 50% según la medición de noviembre de Equipos Consultores, se tradujeron en un aprendizaje y en un rodaje fundamentales para dirigir el Uruguay hacia el futuro.
Para colmo, siguen los coletazos de las pésimas gestiones del Frente Amplio que le siguen costando millones al país, como por ejemplo el caso de Pluna. Según declaró Jorge Gandini en Radio Montecarlo: “Desde el 2013 hasta este año estamos pagando todos los años una cuota de casi 12 millones de dólares por año al Scotiabank de Canadá porque le salimos de garantía a los bandidos para el crédito que sacaron”, en referencia el préstamo para la compra que hizo Pluna de aviones y para los cuales salió de garantía el Estado.
En definitiva, para profundizar los cambios que necesita el Uruguay para ser el mejor país posible desde sus inexorables circunstancias, humanas y espaciales, se necesita continuidad, y en esa línea otro gobierno de la Coalición, con el respaldo de todos los partidos que la integran, será fundamental para seguir avanzando.
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