Apenas hay lugar en el espíritu público para otra atención y otro interés que los que despierta la contienda que interrumpe el orden de la vida civilizada en los más cultos y poderosos pueblos del mundo. La solidaridad humana se pone a prueba en estos extraordinarios momentos, manifestando hasta qué punto la frecuencia y facilidad de las comunicaciones han hecho del planeta entero un solo organismo cuyos centros directores transmiten a los más apartados extremos la repercusión moral y material de lo que en ellos pasa. No hay, no puede haber indiferentes, en presencia de esta crisis. Los que no sientan en sí mismos el choque de sus efectos económicos —y serán pocos, o ninguno— experimentarán la conmoción de los sentimientos vinculados, por el origen personal, la formación intelectual, por los recuerdos o las simpatías, a alguna de las naciones cuyos destinos se juegan en la monstruosa contienda.
La composición cosmopolita de nuestras sociedades favorece esa disposición de su sensibilidad. Por otra parte, cualquiera que sea el final de la partida, él no puede menos de determinar en el orden político del mundo modificaciones que de rechazo interesarán vivamente a estos pueblos y afectarán, en un sentido u otro, sus propósitos de desenvolvimiento y las perspectivas de su porvenir.
El período de paz que duraba entre las naciones occidentales de Europa desde 1870, es acaso el más largo de que haya ejemplo en la historia de esa parte privilegiada de la humanidad. Las generaciones que llegan a la madurez sólo conocen por las referencias de la historia lo que puede ser uno de esos súbitos huracanes de odio, que, en el centro mismo de la civilización entronizan, más o menos transitoriamente, la brutalidad y la barbarie de la fuerza.
El espectáculo es abrumador para el sentimiento de orgullo y de indomable fe que el hombre contemporáneo cifra en el indefinido progreso de la especie. Todos los refinamientos de la civilización, todos los infinitos medios adquiridos por ella para la propagación de las ideas y la difusión de la cultura, no tienen la virtud de evitar el fundamental desequilibrio que, comprometiendo las mismas bases de la sociedad civilizada, entrega en una hora los destinos humanos al arbitrio de la fuerza y sacrifica la vida de las generaciones y los frutos preciosos de su trabajo en aras de un ideal mal definido de una ficción de las reyertas diplomáticas.
Es el caso de preguntarse si esta civilización, cuyos desenvolvimientos materiales magnifican de tal manera el Poder y la riqueza del hombre, lleva efectivamente en sí el principio moral capaz de preservarla de la disolución, o si, a semejanza de civilizaciones que la precedieron, está destinada a caer desde la cúspide de sus grandezas, para que sobre sus ruinas se levante un orden mejor y más justo. Extendiendo el alcance de la frase inspirada de uno de nuestros primeros publicitas, podríamos decir que la guerra por la guerra no tiene término visible en el mundo y que si hasta hoy nuestra civilización ha apurado en vano sus recursos para fundar una paz estable entre los hombres, es en los principios y en las tendencias fundamentales de esa civilización donde hay que buscar la falla que la torna incapaz de emanciparse del más brutal de los atavismos humanos.
Nuestras perpetuas guerras intestinas, tan duramente comentadas, la inquietud endémica de esta revoltosa «South América», representan, al fin, un esfuerzo, aunque originariamente extraviado, en el sentido de hallar la forma definitiva de la libertad y del orden. ¿Merecen una justificación más fácil estas guerras internacionales, europeas; representan un móvil superior, una aspiración humana más conciliable con las ideas y los sentimientos de esa norma moral en que el propio magisterio europeo ha educado nuestro espíritu?…
Un sentimiento generoso e imperecedero en el corazón del hombre ennoblece indudablemente esas guerras del punto de vista de la exaltación popular, y es el sentimiento de la patria. Pero si esa noble pasión es, como lo creemos, apta para perder su parte negativa, su parte de odio, para subordinarse a un sentimiento más alto todavía, esperemos que de la cruel experiencia ahora renovada surja definitivamente para la humanidad la abjuración de los odios internacionales, que bastardean un afecto tan grande y tan puro como es el de la natural adhesión del hombre a la tierra que le vio nacer.
José Enrique Rodó, Diario del Plata, 9 de agosto de 1914 en: Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1967.
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