Hace poco más de 20 años defendí mi tesis en Economía y Finanzas. Trataba de la adopción de las recetas económicas promovidas a partir del Consenso de Washington y, analizaba la historia política y económica de Latinoamérica en el siglo XX, qué resultados se podían esperar. Concluía que no serían exitosas: Latinoamérica daría un giro a la izquierda en el nuevo milenio, para el 2010-2015 quedaría claro que las soluciones mágicas no existen, y con la sociedad dividida en torno a consignas extremistas, solo se podía esperar un desenlace violento. La locomotora que ha sido China lo aplazó unos cinco años.
Ni la protección era permanente, ni la apertura era un fin en sí mismo, eran sencillamente facilitadores de un proceso
Sin embargo, no era eso lo más interesante, sino el diagnóstico en relación a dónde había salido todo mal. Se nos presentaba persistentemente el caso de los tigres asiáticos como prueba del libre comercio como único camino al crecimiento económico, a la vez que se promovía la apertura en bloques regionales como paso intermedio, gradualista. La realidad que uno encontraba al profundizar era muy distinta.
En 1865 el Gral. Ulysses Grant apuntaba que Gran Bretaña había construido su imperio en base al proteccionismo, y que una vez que no tenía más rédito que sacarle, había pasado a promover el libre comercio. Estados Unidos, decía Grant, haría lo mismo y “dentro de doscientos años, cuando América haya obtenido de la protección todo lo que ella puede darle, entonces también adoptaremos el libre comercio”. En lo que refiere a promoverlo le erró por más de 100 años, pero también se podría argumentar que el plazo sigue corriendo: la apertura se ha mantenido selectiva.
Los tigres asiáticos no escaparon a esta lógica. De hecho, a partir de la década del 50, aplicaron políticas de sustitución de importaciones similares a las que proliferaban en Latinoamérica. La diferencia, para nada menor, es que lo hicieron en el marco de una integración selectiva, planificada, y con plazos ciertos para lograr la transformación de su matriz productiva. Ni la protección era permanente, ni la apertura era un fin en sí mismo, eran sencillamente facilitadores de un proceso.
En Corea del Sur eran grandes productores de acero, por lo que comenzaron apuntando a industrias derivadas del acero. En Singapur, que era prácticamente un pantano con una gran ubicación geográfica, en cambio apostaron a ser puerto y centro financiero. Si algo tenían en común no era precisamente el libre comercio sino la decisión de qué hacer, qué no hacer, y la asignación de recursos en función de ambos. La educación, la inversión pública, la investigación y el desarrollo tecnológico constituyen elementos centrales que pasaron a ser fuertemente influidos por esas decisiones. Igual suerte corrieron el marco regulatorio, las políticas fiscales y el rol del Estado. Todo se fue alineando meticulosamente de modo de facilitar una transformación orientada a la exportación, a la apertura y a la competitividad en un mundo globalizado.
Más allá de las evidentes diferencias culturales, Latinoamérica transitaba el mismo camino pero partiendo de otra coyuntura. Mientras que Asia era pobre, poco calificada y dejaba atrás las atrocidades de la guerra, en América Latina se venía de épocas de vacas gordas y el deterioro de los términos de intercambio generaba un rechazo visceral hacia el nuevo orden. A modo de ejemplo, hoy una línea de montaje en China ensambla 350 iPhones por minuto y el valor de mercado de cada uno es mayor al de una vaquillona preñada. Nuestros intelectuales hacían sesudos análisis sobre la necesidad de romper con la relación de dependencia que el centro imponía a la periferia, a la vez que se entraba en el espiral descendente de ocuparse del reparto de una torta cada vez más chica. Latinoamérica optó por no elegir qué hacer y qué no hacer sino que concentró sus esfuerzos y sus recursos ciegamente en poder hacerlo todo: la autarquía acabaría con la dependencia.
La diferencia, toda la diferencia entre ambos enfoques, se reduce a modificar una sola palabra. Los asiáticos buscaron el desarrollo desde adentro, los latinoamericanos optamos por el desarrollo hacia adentro. Ellos buscaron ser eficientes, nosotros nos volvimos irremediablemente ineficientes.
El Estado y sus empresas tampoco dan muestras de ser gestionados para allanarle el camino al sector productivo, cuando no actúan en total contraposición
Esto a su vez repercute en el éxito relativo de los bloques comerciales. Mientras que en Asia el modelo eventualmente derivó en apertura comercial con una agenda clara y sectores prioritarios fuertes y competitivos, en el Mercosur continuamos enfrentados con la indefinición de que todos quieren poder seguir haciéndolo todo. A los participantes los seduce la escala del mercado ampliado, pero quieren mantener sus barreras internas y externas para así evitar cualquier sacrificio. El mayor problema de los bloques comerciales no es identificar los beneficios de ser parte, sino el balance relativo de los beneficios obtenidos. Es en este último punto que las negociaciones del Mercosur se ven permanentemente empantanadas. No es ya solo problema del Mercosur, basta mirar a la Unión Europea, el Brexit y cómo Alemania mira de reojo.
Nuestro país ha tomado algunas decisiones conscientes en los últimos 30 años. La Ley Forestal fue un caso claro de política de Estado concertada buscando construir sobre una actividad primaria. La Ley de Zonas Francas ha sido explotada con éxito para desarrollar el sector de servicios y, junto a la Ley de Puertos, el sector logístico, particularmente en lo que refiere al acopio y distribución a nivel regional. Sin embargo, se trata de acciones aisladas, o al menos sin el mismo grado de planificación integral que describía anteriormente. El sistema educativo, en todos sus niveles, no es funcional a una visión de país. El Estado y sus empresas tampoco dan muestras de ser gestionados para allanar el camino al sector productivo, cuando no actúan en total contraposición.
Quizás donde el acierto y el error están más claros es en la industria del software, la economía digital, y todo lo que tiene para ofrecer. Disponemos de activos y ventajas muy destacables, en buena parte legado de estos últimos 15 años de gobierno frenteamplista, que a su vez creó todo tipo de barreras, producto de sus características contradicciones. Es así que, mientras que en el mundo proliferan los bancos digitales sin sucursales, en Uruguay tenemos una revolucionaria Ley de Inclusión Financiera tras la cual no surgió ni una sola nueva forma de acceder al crédito.