La Revolución Francesa, que estalló en 1789 y duró una década, muy pronto supuso mucho más que la eliminación de la monarquía, tornándose antitética a su precedente estadounidense. Las nociones americanas de libertad eran consideradas demasiado restrictivas, dado que sólo con un Estado omnipotente y sapiente se podía imponer la “igualdad” y forzar la “fraternidad” entre sus súbditos. Cada ciclo del fervor revolucionario francés pronto se radicalizó y se fue volviendo más canibalístico, hasta que alcanzó sus límites lógicos de absurdidad violenta. La idea original de reducir el poder de un rey Borbón mediante una república parlamentaria se volvió letalmente contrarrevolucionaria. Pronto, hasta los ataques a la Iglesia católica y la abolición total de la monarquía fueron considerados insuficientes. El propio rey y sus consortes debían ser decapitados. Había que saquear monasterios e iglesias y exiliar o linchar a los clérigos. Los a veces moderados girondinos, partidarios de un gobierno constitucional, fueron ejecutados en su mayoría por sus antiguos amigos entre los Montagnards. A su vez, estos últimos pronto fueron considerados demasiado conservadores para los locos jacobinos emergentes. Así que también tuvieron que ser decapitados.
A lo largo de un año, el reino del terror guillotinó a miles de inocentes, considerados culpables de algo. Para 1793, la revolución se había vuelto nihilista y suicida. La fecha fundacional de Francia fue recalibrada, no a 1619, sino como 1789, o “año uno”. Los jacobinos pretendían acabar con la religión, tanto material como espiritualmente. Sustituyeron a Dios, primero, por el ateo “Culto de la Razón” y, después, por el aún más extraño “Culto del Ser Supremo”, un dios humanista, vivo y soñado que sólo el asesino Robespierre podía imaginar, pero que se asemeja inquietantemente a nuestra deidad del New Deal Verde. Se cambiaron los nombres a los meses del año, se renumeraron y reetiquetaron los días de la semana. Se derribaron estatuas, primero de noche y luego a plena luz del día. Se borraron y rebautizaron los nombres de los lugares. A los héroes revolucionarios originales no se les podía mencionar; a sus groseros sucesores se les deificaba. Se empezó a imprimir dinero para “repartir la riqueza”, hasta que dejó de tener valor.
La cultura asesina de la cancelación corría sin control. El revolucionario francés de ayer se convertía en el contrarrevolucionario de hoy, y en el decapitado de mañana. Casi todos los que originalmente se habían opuesto a la monarquía absoluta y, al igual que los estadounidenses, deseaban un reemplazo constitucional, fueron finalmente ejecutados por revolucionarios que a su vez fueron ejecutados por revolucionarios más radicales. Cuanto más larga y radical se hacía la revolución, más mezquinos, tontos y mortíferos eran los revolucionarios que surgían de la nada. Finalmente, lo que no podía continuar, no continuó, a medida que la sociedad francesa se desmoronaba. Entonces, los llamados termidores pusieron fin a la locura de los hermanos Robespierre y su secuaz, el joven de 26 años Saint-Just, y les hicieron lo que habían hecho a miles. La última rectificación revolucionaria vio un Directorio, luego un Consulado y, finalmente, al dictador Napoleón –el autodenominado emperador– que afirmaba ser la última manifestación absolutista de la “Revolución”.
Estamos inmersos en tiempos revolucionarios igualmente espeluznantes, tras la tormenta perfecta de los disturbios de 2020, los cierres destructivos de COVID y la toma del poder del antiguo Partido Demócrata por parte de los socialistas radicales. Décadas de exitosos y legítimos esfuerzos para garantizar la igualdad de oportunidades, una red de protección para los pobres y el aumento de las libertades civiles se han transmutado en una agenda de “equidad”, o igualdad de resultados impuesta por el Estado, ¡o de lo contrario!
“Diversidad” es hoy una palabra orwelliana para designar el esencialismo racial en su grado más absoluto. El racismo de Jim Crow no se eliminó definitivamente. Ahora resurge como segregación woke o “buena”. Instalaciones y eventos racialmente separados son una aparente “justicia reparadora”. Los activistas negros piden US$ 800 mil millones en reparaciones a San Francisco, una ciudad que se desmorona mientras hablamos. El viejo tribalismo precivilizacional y la monotonía de pensamiento son ahora considerados “diversos”. “Inclusión” significa sustituir una jerarquía racial de los años cincuenta por otra más nueva de los años veinte. Los izquierdistas “despiertos” demuestran ser “inclusivos” excluyendo como “odiadores” y “negacionistas” a cualquiera que no esté de acuerdo y no pueda ser refutado fácilmente. En el momento cumbre del woke, nuestro reino del terror comienza a perder impulso porque su continuación erosionaría todo el trabajo de 247 años de progreso y sacrificio estadounidenses.
Victor Davis Hanson, en American Greatness
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