Cada año en Uruguay se declaran como ausentes a más de 100 jóvenes, principalmente entre las edades que van de 13 a 18 años. La cifra –en un país de 3.500.000 de habitantes que se jacta ante los teatros internacionales que ostentar el título de la nación más feliz de Sudamérica– verdaderamente asusta. Y nos lleva a preguntarnos: ¿cómo es posible que algo tan sensible para este país como es el cuidado de la infancia, sea un tema al que el sistema político viene descuidando año a año?
La realidad es que desde hace décadas la sociedad uruguaya viene resintiéndose en áreas como la educación y la promoción de la cultura en la infancia. Las escuelas han reducido sus bibliotecas al máximo, para en cambio otorgarle a cada niño y adolescente un dispositivo electrónico con acceso a internet, que es igual a meter a un niño en el mar sin saber nadar.
Por si fuera poco, cada vez es más normal ver a adolescentes terminando de aprender a leer y escribir en primer año de ciclo básico, o sea con trece o catorce años, y debe ser por tal motivo que hoy, para maquillar esa realidad, tras la reforma educativa la etapa escolar continúa hasta noveno grado, lo que antes era tercero de ciclo básico.
Pero, por si fuera poco, hay que sumarle a este contexto de carencia intelectual el proceso de degradación que está sufriendo la familia como institución. Porque más allá de los argumentos new age que las tendencias importadas desde coordenadas ultramarinas nos ofrecen como alternativa –casi una evocación de “El mundo feliz” de Huxley– la familia no ha podido sustituirse por ninguna institución social en lo que respecta al cuidado de los niños. Y los díscolos ejemplos que algunos antropólogos o sociólogos bañados en la retórica de la crítica cultural nos ofrecen como contraargumento no dejan de ser apenas una excepción a la regla.
En este sentido, está claro que en la medida que no se proteja a las familias que son la verdadera base sobre la que crece una sociedad, se está desprotegiendo el futuro de los niños. Y en este escenario en el que se pretende borrar con el codo lo que se escribe con la mano, los traficantes de personas se aprovechan de una circunstancia que no solo les es propicia por la falta de controles por parte de las instituciones públicas de seguridad, sino también por un marco cultural en que las personas viven cada vez más solitarias y en que el egoísmo, la búsqueda de placer y el entretenimiento parecen disolver los valores que han sido determinantes en la construcción de este país desde los días de la reforma vareliana.
De ese modo, el narcotráfico y otras organizaciones criminales que operan en la marginalidad obran a sus anchas en un terreno en el que abundan padres o madres endeudados, en el que los niños viven al desamparo de hogares rotos por la epidemia de la pasta base o la violencia, en hogares en los que muchas veces no están cubiertas las necesidades fundamentales, donde la escasez de horizontes se combina con la carencia económica, batiendo un cóctel que genera innumerables enfermedades mentales que el Estado uruguayo recién ahora comenzará a tratar con un nuevo plan.
Es así que, en definitiva, más allá de los discursos que se realizan año a año en determinados eventos donde participa generalmente algún tipo de organización internacional, el sistema político no parece hacerse responsable de los jóvenes ausentes del Uruguay contemporáneo, con todo lo que eso significa.
Porque como bien sabe cualquier persona con algo de comprensión histórica, es en la juventud, en nuestros niños donde debemos depositar el legado que nuestros mayores dejaron sobre nuestros hombros. Y como bien decía el maestro José E. Rodó: “El espíritu de la juventud es un terreno generoso donde la simiente de una palabra oportuna suele rendir, en corto tiempo, los frutos de una inmortal vegetación”.
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