El rebrote de las presiones inflacionarias se ha convertido en uno de los temas de mayor relevancia en la actual coyuntura económica, obligando a las autoridades a recalibrar medidas fiscales, monetarias y de ingresos. Pero con un menú de instrumentos macro relativamente acotado respecto a los objetivos perseguidos, inevitablemente la variable de ajuste termina siendo la pérdida de competitividad externa y el aumento de la deuda pública. Frente a esta situación, la recomendación habitual consiste en promover reformas microeconómicas que ayuden a destrabar el potencial de crecimiento de la economía.
El problema con este tipo de medidas es que consumen capital político, ya que toda reforma o cambio regulatorio produce ganadores y perdedores. La naturaleza humana hace que los ganadores tiendan a atribuirse todos los méritos de su mejor fortuna, mientras que los perdedores inevitablemente culparán al gobierno de turno. En el corto plazo, el resultado neto es probablemente negativo para cualquier gobierno, por más que intente explicar que con sus reformas ha logrado colocar a la economía en una trayectoria de mayor crecimiento que beneficia a todos. Un “óptimo de Paretto” para los economistas o un “win-win” para los magos del marketing político. Pero más allá de estas limitantes, siempre hay algo que se puede hacer en la dirección correcta.
En ese sentido, algunos legisladores de la coalición republicana vienen insistiendo desde hace tiempo sobre las diferencias grotescas en los precios de algunos productos importados respecto a los de países vecinos. Hasta el presidente Lacalle Pou hizo referencia hace unas semanas a la inexplicable diferencia en el precio de la pasta de dientes, explicando la necesidad de introducir medidas que permitan bajar los precios de estos productos en plaza.
Lo curioso es que, tras décadas de desmantelamiento de la industria sustitutiva de importaciones ante el altar del libre mercado, hayamos llegado a una situación en la que sean justamente esos productos “transados internacionalmente” -que no compiten con una industria nacional virtualmente desaparecida de esos segmentos–, los que se encuentren fuera de precio. Esto no solo desafía a los libros de texto, que convenientemente dejan para el final los capítulos referidos al equilibrio de mercados en situación de competencia monopólica, cuando la realidad de la estructura económica actual obligaría a incluirlos en el prólogo. También sirve como testigo de la manifiesta indiferencia de las gestiones económicas anteriores que, vía regulaciones estrambóticas, permitieron a algunos importadores capturar rentas que la fenecida industria nacional jamás hubiera soñado en obtener. No en vano la permanente conversión de fabricantes en importadores.
La industria nacional tuvo mucho que ver con la formación de esa clase media de la que los uruguayos tanto nos enorgullecemos hasta el día de hoy. El motivo fundamental es que la industria tiende a producir más ganancias de productividad que el resto de los sectores, permitiendo elevar el nivel de ingresos a toda la población. Al mismo tiempo, permite absorber la mano de obra expulsada por el sector agrícola, resultado de su permanente ganancia de productividad, tan necesaria para la competitividad externa y la generación de divisas. Esto explica por qué en las tres décadas que transcurrieron desde el gobierno del Dr. Gabriel Terra y de Luis Batlle Berres se pusiera tanto énfasis en el desarrollo industrial.
Pero para la década del ´60 el FMI entraría en nuestras vidas, de la mano de una liberalización indiscriminada de importaciones que asestó el primer golpe a la industria nacional. Luego vendría la crisis del ´82 y la “salida” del Plan Brady, receta que el Consenso de Washington reservaría para la región. Estos constituyeron los hitos fundamentales de ese proceso de “desindustrialización prematura” –utilizando el término acuñado por Dani Rodrik–, que dio lugar a la creciente fragmentación del tejido social uruguayo y al proceso de vaciamiento de la clase media.
No podemos olvidar que fue la industrialización la que dio forma al mundo actual en términos de organización económica, social, cultural y territorial. Sin embargo, Rodrik alerta sobre lo que considera un sorprendente proceso de desindustrialización observado en la mayoría de los países de medianos ingresos, especialmente en América Latina, y que viene revirtiendo los esfuerzos realizados en las décadas del ’50 y ´60 por crear industrias sustitutivas de importación. Como resultado, estos países se van convirtiendo en economías de servicios sin haber pasado por procesos de industrialización, lo que no les permite beneficiarse de las ganancias de productividad ofrecidas por la industria. Es quizás por ello que todos los días vemos crecer el “floreciente” sector de los deliveries, mientras que el sistema político fantasea con la posibilidad de encontrar la solución al problema del desempleo convirtiéndonos en Sillicon Valley.
Resulta esencial en este cruce de caminos no confundir la introducción de una mayor competencia en productos importados con un nuevo embate liberalizador que ponga en riesgo las industrias existentes, en particular aquellas que logran transformar mínimamente el valor de nuestros productos agrícolas, garantizando la cada vez más necesaria soberanía alimentaria. En concreto, las ganancias de eficiencia en la economía no pueden pasar por una profundización en el proceso de desindustrialización. Por el contrario, se debería procurar que los incentivos otorgados por la COMAP se dirijan en la medida de lo posible hacia la industria transformadora de alimentos, y no para exonerar al enésimo galpón para almacenar productos importados. Esto está lejos de ser un llamado al proteccionismo. Se trata de un llamado a volver al realismo, una invitación a mirar al mundo tal como se muestra hoy, y no como el cuento de hadas que nos contaron en el Consenso de Washington.
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