Cuando se anunciaba la reforma del proceso penal, con bombos y platillos se prometía: mayores garantías para los investigados, mayor rapidez en los procedimientos, mayor publicidad y transparencia, contacto directo del juez con los imputados, concentración de las pruebas en una o dos audiencias y –como logro de superlativa importancia, broche final, conquista celeste– la equivalencia de trato y posibilidades de acceso a todo el expediente y a todas las actuaciones sin cortapisas, colocando en el mismo plano al fiscal y al defensor.
Toda esa maravilla jurídica que aseguraba transparencia e igualdad democrática se instalaba a partir del nuevo proceso penal, que dejaba atrás el ominoso proceso inquisitivo, medieval, de autos de fe y caza brujas que nos estaba rigiendo desde el siglo XIX, por el nuevo acusatorio, actualizado, ágil, moderno y cristalino. El derecho procesal uruguayo abría las puertas a un porvenir venturoso.
No es un dato menor que atrás de esa bendición, de esa maravilla jurídica a la que íbamos a tener acceso inspirada en los talentos superiores o del nivel de Carnelutti, que se allegaba a nuestras playas, estaba, quien lo diría, la Embajada de Estados Unidos y las sugerencias del Departamento de Estado.
Con invitaciones a viajar, becas, cursos y atenciones, se informaba y aleccionaba a los selectos elegidos en las bondades del cambio que se propiciaba en base a su propia experiencia.
A pesar de que nunca el derecho anglosajón, ya fuere adjetivo o sustantivo, sirvió de fuente en nuestro orden jurídico, igualmente esa influencia fue decisiva.
Por cierto que esa circunstancia deja en evidencia la doble realidad de una potencia que por un lado –y con toda razón– se considera autárquica y que de nadie precisa, pues tiene alimentos, energía, investigación, recursos, poder bélico y la moneda universal y, por otro, se abre al mundo para imponer, con su gruesa diplomacia, los principios de los padres de la Patria que en Filadelfia decidieron las bases republicanas, antes que la Revolución Francesa, a todos aquellos países sometidos a su poderío material o financiero. En algunos casos se dan de bruces con teocracias, que siendo apoyadas por millones y millones de personas, no están dispuestas a abdicar de su peculiar institucionalidad que las mantiene alejadas de la normativa institucional preconizada por Montesquieu.
Excusando esa digresión, volvemos a nuestro tema.
El nuevo Código del Proceso Penal se redactó en discrepancia u olvido de las recomendaciones de la cátedra, exclusivamente a base de una grosera complacencia y un exceso de voluntarismo. Entonces, en lugar del proceso penal concentrado, ágil y con la indelegable presencia judicial en todas las actuaciones y/o diligencias, ha resultado un juicio penal que no es tal, sino un verdadero procedimiento administrativo manejado, en su forma abreviada, exclusivamente por el fiscal, siendo que el juez –quien debe ser el verdadero director de todo proceso– pasa a ser un mero homologador del trabajo ajeno.
Con esta solución se pierde la garantía de la presencia judicial, su equilibrio y mesura y se deja en mano de una de las partes, precisamente la encargada de acusar, la responsabilidad de dispensar justicia. Además, se empobrece la jurisprudencia en la materia, al ser inexistente el fecundo intercambio de opiniones y pareceres sobre el derecho penal sustantivo.
Día ante el tribunal
En el Código Procesal Penal anterior se consagraba un régimen mixto; inquisitivo en la primera etapa y acusatorio a partir de la acusación fiscal. Lo de inquisitivo en la primera etapa se atenuaba por las modificaciones extracódigo que abrieron indiscutibles mejoras a las posibilidades del concernido, que de tal manera participaba desde el presumario.
Su situación, desde el punto de vista de la defensa, era mejor de la que se enfrenta en el proceso abreviado, por dos razones: a) nada impedía al juez, que siempre estaba presente, viéndole la cara al imputado, aplicar desde el comienzo medidas sustitutivas o la prisión domiciliaria; y b) era imposible que la fiscalía presionara con el anuncio de penas gravísimas, bajo el pretexto de la resistencia a acordar en el momento, de mutuo acuerdo, la pena a aplicarse.
Porque lo que tenemos hoy es un fiscal apurado por sacarse de encima el caso, obviando el proceso oral y un abogado embretado en el apremio de aceptar la propuesta fiscal y de inmediato cerrar el expediente, o arriesgar las alternativas de un juicio oral con incierto resultado, pero con la posibilidad cierta de ensayar una mejor defensa.
Pero, además, y lo que constituye una razón decisiva, es la indiscutible inconstitucionalidad de apartar al juez, de tal modo que condena sin verle la cara al imputado, con lo que la fementida “inmediatez” es una falsedad. Preguntamos: ¿dónde queda el secular principio del derecho a su “día ante el tribunal” propio de todo sistema garantista, si no existe siquiera un momento de presencia ante quien lo está juzgando?
Todo lo expuesto nos está indicando la necesidad de derogar de inmediato el engendro jurídico ensayado con fracaso tan notorio, que no resiste más tiempo al buen sentido.
Pero debemos agregar que no alcanza con modificar de manera radical el texto y sus irredimibles inconstitucionalidades, urge eliminar las llamadas “Instrucciones Generales” aprobadas por Ley 19.483 art.15, pues se convierten en un medio de muy eficaz de presión psicológica sobre los fiscales, con lo que se redondea el propósito de convertir al fiscal general en la suprema autoridad para regir todo el sistema judicial de la República.
Hecho reciente
Finalmente, una referencia a un episodio reciente, que no deja de tener relación con lo que decimos sobre el proceso penal.
Recientemente el fiscal en Delitos Sexuales, Dr. Raúl Iglesias, fue criticado en forma severa por el intersocial femenino por haber archivado 300 expedientes sobre denuncias de comisión de delitos sexuales y por haber reducido de 6 a 3 meses las medidas sustitutivas aplicadas en un sonado caso de abuso sexual grupal ocurrido en el Cordón.
El archivo de 300 expedientes, que dormían ya archivados de hecho por el transcurso del tiempo, nada tiene para reprocharse. En cambio, discrepamos con la reducción de la medida sustitutiva, ya de por sí de sorprendente lenidad aplicada por el magistrado con relación a la muy grave conducta incriminada. Las razones de que, a su criterio, ya no existen las causas que fundamentan la medida cautelar no pueden compartirse, pues contravienen la decisión judicial, que determinó ese plazo mínimo por considerarlo el correcto.
Sobre el tema, hay mucho más para decir, pues se trata nada menos que de la forma en que ha incidido el aberrante Código del Proceso, en la aplicación de la penalidad, su proporcionalidad y su eficacia preventiva, lo que día a día trae sorpresas que no contribuyen para nada al cambio cultural que, según se expresaba, se necesita para la pacífica aceptación del sistema acusatorio.
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