Un estudio sobre la relación entre la ideología woke y las distopías literarias de 1984 (Orwell, 1949) y Un mundo feliz (Huxley, 1932) es fundamental para comprender las dinámicas actuales en torno a la libertad de expresión, el pensamiento crítico y la justicia social.
David Polo Serrano
Cada vez más asistimos a un teatro de superfluas moralidades en el que importan más las poses que el verdadero carácter y los contenidos. En esa medida, palabras como “igualdad”, “equidad”, “sustentabilidad” no solo se imponen como una moda en el lenguaje actual, sino que configuran una posición ideológico-política que parece derrochar –a un nivel casi empalagoso– un halo de intachable virtud. Y en ese orden, parece haberse instalado a nivel político una suerte proselitismo pseudoideológico inspirado en minorías sociales en el que han quedado embretados casi todos los partidos de la política uruguaya.
Sin embargo, esas mismas palabras tienen poco o ningún sentido si la persona que las escucha –sea hombre o mujer– no tiene acceso a los elementos indispensables que hacen a su dignidad humana y a su desarrollo personal. Y en un país en el que cambian los gobiernos, pero las vacas siguen atadas, nuestra ciudadanía y nuestro sistema político parecen haberse acostumbrado a no cuestionar la dialéctica de la penillanura, aunque haya alrededor de 250 mil uruguayos que viven en situación de pobreza.
Así, gran parte de nuestra inteligencia nacional ha preferido en lo que va del siglo XXI no centrarse en los problemas reales de crecimiento y de desarrollo que tiene Uruguay –que abarcan problemas educativos, culturales, económicos, etcétera– sino más bien en criticar desde una perspectiva ideológica y desde el estatismo la situación social del país. En efecto, parece haberse dado en estas últimas décadas una batalla simbólica y cultural hacia adentro, más que discutir una estrategia de país en clave de futuro.
La metáfora del Ministerio de la Verdad que emplea George Orwell en su libro 1984 hace referencia, justamente, a cómo la verdad deja de importar en términos políticos, posibilitando una deconstrucción de la historia, del pasado y de la humanidad como concepto. El significado “real”, en este caso de la palabra “igualdad” o “sustentabilidad”, solo es utilitario y considerado en términos ideológicos, ya que como afirmaba Orwell en aquel slogan del Partido: “La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza”. Porque al final de cuentas, cualquier acceso deconstructivista –por su obvio anacronismo– culmina llanamente en un instrumento de corrección política y de simplificación cultural.
En efecto, lo que pretende decirnos Orwell es que en un sistema social en el que se pretende eliminar cualquier contingencia, lo importante no es mejorar la vida de las personas, sino que estas sean lo suficientemente obedientes y funcionales al sistema. Y el más adecuado método para lograrlo es que no exista libertad de pensamiento.
Ahora bien, Orwell escribió 1984 en 1949, cuando todavía no existían los emporios digitales que actuales, y se inspiró en el totalitarismo soviético y todo su aparato de control y propaganda. Sin embargo, hoy, en un mundo en el que la información procesada por algoritmos e inteligencia artificial se ha convertido en un elemento de enorme valor en los mercados, instaurando en esta última fase de la globalización el capitalismo de la información, pensar es más que un acto de rebelión.
Pues como bien afirmaba el filósofo surcoreano Byung Chul Han “el acceso a la información se utiliza para la vigilancia psicopolítica y el control y pronóstico del comportamiento”. ¿Qué quiere decir esto? Principalmente, que la privacidad individual en una sociedad mediatizada por la información se convierte en un activo que puede utilizarse tanto políticamente como económicamente, deviniendo en un “un capitalismo de la vigilancia, que degrada a las personas a la condición de datos y ganado consumidor”.
En otras palabras, la información se utiliza para manipular a los consumidores, y ahí yace el fundamento de su cotización. En definitiva, vivimos en una sociedad global en el que todo parece estar a la venta, a excepción del pensamiento crítico –que a esta altura parece estar en vías de extinción–.
En esa medida, Uruguay, viene sufriendo en distintos órdenes este proceso político-cultural de manipulación, y eso es evidente, por ejemplo, en algunos tópicos de la agenda nacional vinculados a la sustentabilidad ambiental –en un país de tres millones de habitantes–, a temas que no son prioritarios como la eutanasia o los fundamentos de nuestra política energética, que no tienen ni pies ni cabeza. Pero también puede verse en nuestro sistema político, en donde cada vez le resulta más difícil al electorado encontrar las diferencias entre un partido u otro.
Porque, en definitiva, nuestro país sigue sin cuestionarse cuál es su posición en un mundo en el que las grandes potencias y fondos de inversión pretenden imponer su propia agenda. Por lo que de cara al futuro tiene un doble desafío por delante casi que inmediato: desarrollo interno con pocos recursos e inserción internacional. Y ambos elementos supeditados a condicionamientos ideológicos sabemos que no funcionan o funcionan utilitariamente para algún interés, que por cierto no es el nacional. Porque lo que tiene que evitar Uruguay a toda costa en el próximo quinquenio es fomentar un país caro, de meros consumidores, divididos en minorías identitarias que reclaman derechos y recursos.
Al tiempo que parecería fundamental, para romper este ciclo de bajo crecimiento económico, implementar sin excusas las reformas tan mentadas durante años, y valorar de una vez por todas los recursos humanos formados por el país que están investigando y generando innovación, hay que romper esa falsa idea de que Uruguay no puede desarrollar una industria nacional con conocimiento nacional. Hay que desterrar el falso concepto del país chico habitado por una sociedad bucólica con humildes aspiraciones. Uruguay no es una Ferrari, es un país que tiene el deber y poder –en sus propias manos– de salir adelante.