Los cristianos y en particular los católicos estamos empezando a vivir tiempos de persecución en Occidente. En general, no se trata de una persecución sangrienta, aunque en algunos países no han faltado los atentados contra personas e instituciones. Basta recordar una serie de asesinatos de sacerdotes y religiosos ocurridos en Francia: P. Jean–Luc Cabes (1991), Hno. Roger Schutz (2005), P. Louis Jousseaume (2009), P. Jacques Hamel (2016), P. Olivier Maire (2021). O los incendios de iglesias perpetrados en Chile a partir de 2019; o el arresto de Obispos y sacerdotes en Nicaragua, por ejemplo.
Algo menos grave que los asesinatos y la quema de iglesias son ciertas disposiciones legales que prohíben –bajo pena de cárcel– rezar en las inmediaciones de clínicas abortistas. Mientras el aborto ha llegado a considerarse un derecho en algunos países que se precian de “liberales” –como Inglaterra o España–, hay personas que están empezando a ir a la cárcel por el “delito” de rezar…
En febrero de este año, en Estados Unidos, vio la luz un documento del FBI en el que se identificaba a personas “peligrosas” que debían ser sometidas a estrecha vigilancia… por algo tan “peligroso” como ser católicos “tradicionales” que rezan el Rosario y participan en celebraciones eucarísticas en latín… Al día siguiente de esta publicación, el FBI dio marcha atrás. Pero con muy buen criterio, los fiscales generales de 20 estados firmaron una carta dirigida al fiscal general de Estados Unidos, Merrick Garland, en la que condenan el documento anticatólico del FBI. El propio Congreso de Estados Unidos tuvo que tomar cartas en el asunto y disponer que se investigara el uso político del FBI por parte de la Administración Biden contra conservadores y antiabortistas.
De hecho, Biden apoya la imposición de unas normas de censura globales en contra de las opiniones provida y profamilia, como parte del Nuevo Orden Mundial que ciertos poderosos quieren imponer en todo el mundo.
En Occidente, los mayores problemas parecen venir del lado de la intolerancia y la discriminación contra quienes, en países supuestamente “liberales”, se oponen a que los cristianos expresemos y vivamos libremente nuestra fe, que, por definición, es apostólica y proselitista. Muchos se oponen, sobre todo, a que vivamos y defendamos la moral natural. Quizá porque nuestro estilo de vida es una cachetada al “relajo posmoderno”.
En este contexto, en el “mundo libre” (¿?) muchos cristianos se ven obligados a pensar dos veces sobre cómo serán interpretadas sus palabras, para evitar consecuencias penales. Lo cual es un claro cercenamiento de la libertad de expresión, hoy avasallada por la cultura de la cancelación. Para los católicos esto es un problema, porque si hay algo a lo que no debemos acostumbrarnos, es a tener en cuenta “qué dirán” los hombres: lo único que nos debe importar, es qué dirá Dios: ¿acaso no “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”i?
Por supuesto que cuando nos expresamos sobre cualquier tema, debemos hacerlo con sensatez, educación y amabilidad. Guardar las formas es importante y también es parte de esta batalla cultural en la que el enemigo es tan propenso al feísmo, la chabacanería y la ordinariez. Ahora bien, con respeto y con las formas adecuadas, todos los hombres –y en particular los cristianos– deberíamos poder expresar nuestro pensamiento completo: nuestra opinión sobre el matrimonio, sobre el respeto a la vida, sobre la educación, sobre las diversas “agendas” de moda (2030, “de derechos”, “de género”, etc.) y sobre otras mil aberraciones que van en contra de la ley natural y de nuestra fe católica.
Esta lucha contra el “qué dirán”, contra los “respetos humanos”, contra esa especie de “vergüenza” al momento de defender lo que debe ser defendido –y de afirmar verdades que deben ser afirmadas– es de todos y cada uno: de los cristianos y de todo aquel que tenga un mínimo de sentido común… ¡y sangre en las venas!
No es momento de callar. No es momento de rebajar la verdad. No es momento de ceder en cuestiones de fe y de moral. No es momento de arrodillarnos ante el totalitarismo cultural. ¿Qué nos importa que nos llamen fundamentalistas, oscurantistas, retrógrados, reaccionarios, intolerantes, integristas o ultraderechistas? No deben asustarnos los adjetivos. Y tampoco la cárcel. Lo único que debe asustarnos es dejar de hacer lo que en conciencia debemos hacer, cuando es algo que agrada a Dios.
[1]Hch. 5, 19
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