Uruguay viene recorriendo en forma acelerada el camino que conduce a un narcoestado. La ubicación privilegiada del Uruguay lo convierte en un territorio codiciado para las organizaciones que controlan el tráfico de drogas. Frente a ello, el único antídoto es un Estado fuerte que evidencie no solo capacidad, sino también voluntad de combatir estas redes que funcionan como Estados mismos.
Un narcoestado es un país que exhibe graves deficiencias en el control del tráfico de drogas. No existe una definición exacta del término, pero este se refiere a países que experimentan altos grados de violencia como consecuencia del tráfico, la corrupción y la penetración de redes criminales dentro de las estructuras del Estado. Caracteriza también a un narcoestado la pérdida del monopolio en la aplicación de la fuerza. El resultado es que los ciudadanos no se sienten protegidos, ya que la protección que debería garantizar el Estado a menudo resulta neutralizada por el surgimiento de una nueva fuerza de poder que hace prevalecer sus intereses por encima de los de la población.
Las organizaciones de narcotraficantes adoptan formas organizacionales que les permiten pasar sin ser detectadas e insertarse en la vida económica, política y social de un país. Cuentan con medios económicos muy superiores a los de cualquier actividad legal, lo que les permite rivalizar con el mismo Estado. Generan vínculos que les resultan útiles, a veces por acción, muchas veces por omisión.
Por décadas Uruguay logró mantenerse alejado de este problema que afectaba a otros países de Sudamérica, principalmente los países productores de cocaína y sus vecinos. Es por ello que el narcotráfico logró insertarse en nuestra realidad casi sin darnos cuenta. Lejos de ser una “sensación”, se trata de una realidad instalada en todas las capitales de nuestra República. El narco llega en muchos casos adonde el Estado no se atreve, convirtiéndose de hecho en el proveedor del bien público por excelencia, que es la seguridad.
Existen varios indicios -a esta altura inocultables- de la presencia de redes criminales operando en nuestro territorio.
Un primer llamado de atención fue el descubrimiento hace 10 años de un importante depósito de armas en el Cerrito de la Victoria, además de lingotes de oro y dinero. El juez actuante encargó la conformación de un “equipo multidisciplinario” que investigara el hecho, incluyendo al Banco Central y la Aduana. No había transcurrido mucho tiempo antes de que la causa quedara archivada, basando la decisión en el peritaje de un psicólogo.
Más recientemente aparece en escena Morabito, que siendo uno de los mafiosos más buscados de Italia, vivía cómodamente en Uruguay, desde donde presumiblemente controlaba una franquicia de “exportación” de cocaína hacia Europa. El episodio de su fuga evidenció una gran capacidad de inteligencia, logística y de medios que solo se pueden lograr con un fuerte dominio del territorio y con conexiones importantes. La fiscalía, que demuestra tanta proactividad en otros resonados casos, se enteró de la fuga ocho horas después, tiempo más que necesario para llegar a la frontera con Brasil. La única preocupación aparente de la Fiscalía era cómo dividir la causa en dos partes. Un fiscal para lo que pasó desde la celda de Morabito hasta la banderola de la señora, y otro para investigar desde la banderola para afuera. Divide y reinarás… Lamentablemente el de Morabito no es el único caso.
Si lo anterior evidencia que los comandos de estas organizaciones se sienten cómodos habitando en nuestro país, los recientes descubrimientos en Europa de droga salida de los puertos y aeropuertos de Uruguay evidencian que nuestro territorio se ha convertido en un atractivo centro logístico para la conocida ruta del Sur de la cocaína cuyo destino final es Europa. No por casualidad el vicepresidente de Brasil expresa públicamente su visión que el combate al narcotráfico se debe afrontar a nivel regional.
Hasta acá está la parte visible del problema. Es difícil determinar el grado de penetración que han logrado estas organizaciones dentro del Estado, la economía y la prensa sin un importante trabajo de inteligencia. Lo que sí queda claro es que las agencias de inteligencia extranjeras tienen mejor información de lo que ocurre en nuestro territorio que el Estado mismo.
Por este motivo, los continuos panegíricos sobre la democracia uruguaya, sirven de hecho como cobertura para que nada cambie. La democracia que disfrutamos hoy fue conquistada con más de 100 años de lucha por derechos y libertades. Si hay algo que puede debilitar nuestra democracia es hacer caso omiso a las crecientes señales de alerta de la presencia de redes criminales que circulan por el territorio uruguayo como perico por su casa. No podemos ser complacientes.
La complacencia no es la mejor forma de enfrentar el narcotráfico, un enemigo que es implacable e incansable en la búsqueda de poder. Este enemigo no se combate con foros, discusiones, paneles o debates. Todo esto genera “sensación” de democracia y libertad, mientras que los ciudadanos de a pie deben transar diariamente con caciques locales para poder tomarse el ómnibus sin que les pase nada. Esos ciudadanos no gozan de libertad plena, y por tanto no sorprende la caída de los indicadores de apoyo a la democracia. Mientras tanto, el prestigio de nuestras Fuerzas Armadas viene en constante ascenso, lo que hace particularmente llamativa la oportunidad de las últimas filtraciones periodísticas.
El Uruguay de hoy hace recordar de algún modo la Constantinopla de días antes de su caída en manos de los Otomanos. Gozando de un alto grado de desarrollo político, económico y cultural, los intelectuales de Bizancio dedicaban su tiempo a debatir rabiosamente sobre el sexo de los ángeles. El resto de la historia es conocido por el Occidente.
Frente a la ausencia de respuestas, no cabe más que acudir a la sabiduría de los clásicos. Seneca le hace decir a Medea “Cui prodest scelus, is fecit”, expresión que significa “quien se beneficia del crimen, ese es su autor”.