En 1972, Suecia se convirtió en el primer país del mundo en legislar sobre el “cambio de sexo”. Desde entonces el Hospital Karolinska ha sido uno de los principales referentes internacionales en este tipo de terapia.
En 2019, este hospital publicó un estudio en el que avalaba los beneficios psiquiátricos de las terapias de cambio de sexo. Sin embargo, un año más tarde se retractó de sus dichos en un comunicado oficial, en el que además informó que las personas trans tienen seis veces más probabilidades de tener trastornos del estado de ánimo y ansiedad; tres veces más probabilidades de que se les receten antidepresivos o medicamentos contra la ansiedad y seis veces más probabilidades de haber sido hospitalizados después de un intento de suicidio. Estos datos son aún más preocupantes si se tiene en cuenta que en Suecia, entre 2008 y 2018, los diagnósticos de disforia de género aumentaron un 1.500%.
En 2020, el Dr. Christopher Gillberg, psiquiatra y académico de Gotemburgo, advirtió a través de un artículo en un diario que el tratamiento hormonal y la cirugía en niños eran “un gran experimento” que podría llegar a convertirse en “uno de los peores escándalos médicos del país”.
Esto viene a cuento porque en junio de 2021 el hospital modificó sus protocolos de atención y prohibió el uso de bloqueadores hormonales en menores de 18 años debido a los efectos graves e irreversibles que pueden llegar provocar. Entre ellos, infertilidad, osteoporosis, problemas cardiovasculares, pérdida del deseo sexual, diabetes y problemas neurológicos.
Finlandia y el Reino Unido –donde los casos de disforia de género aumentaron entre 2010 y 2018 un 1.500% en varones y un 4.400% en mujeres– también han revisado las pautas para el tratamiento de estos casos. En el Reino Unido, la modificación se verificó a partir del juicio que Keira Bell le ganó al sistema de salud británico. Esta joven de 23 años, que a los 16 dijo sentirse varón, fue sometida a tratamientos hormonales e intervenciones quirúrgicas de las que después se arrepintió. El dictamen de los jueces se basó en la muy dudosa capacidad de una joven de 16 años de comprender y sopesar debidamente los riesgos y las consecuencias a largo plazo de este tipo de tratamientos.
Tras ganar el juicio, Keira sostuvo que no había nada malo en su cuerpo y que la clínica debió intentar disuadirla, puesto que era adolescente y estaba luchando con su pubertad y su sexualidad. Keira asegura que las adolescentes que llegan a las clínicas de cambio de sexo no necesitan un “modelo afirmativo” que automáticamente las considere “niñas trans” y las encamine hacia los bloqueadores de la pubertad: más bien, necesitan apoyo emocional. A raíz de esto, actualmente los menores de 16 años con disforia de género en las islas británicas, solo pueden someterse a tratamientos hormonales si demuestran conocer todas las consecuencias.
En Suecia y en Finlandia se ha empezado a priorizar el tratamiento psicológico sobre el médico en personas con disforia de género. El psicólogo Kenneth Zucker comprobó que el 85% de los menores de edad con disforia en la pubertad, pueden abandonar la disforia a partir de los 18 años si cuentan con buen acompañamiento psicológico. Según este experto, el origen de la disforia puede encontrarse en “cierto grado de autismo, en ser víctima de bullying, abusos sexuales, etc.”. Por su parte, el Dr. Paul McHugh, prestigioso psiquiatra de la Universidad John Hopkins de Estados Unidos, sostiene que “la cirugía para la reasignación de sexo es un gran ‘error categórico’, ya que se ofrece una solución quirúrgica a un problema psicológico, y lo que es peor, pone en riesgo la vida de la persona”.
Es necesario ser muy comprensivos con el sufrimiento de quienes padecen “disforia de género”. Pero justamente por eso es crucial buscarles soluciones eficaces, no ideológicas.
Es alentador que profesionales de la psiquiatría y la psicología se estén preguntando, con toda lógica, sensatez y rigor científico, si el problema de estas personas, en lugar de estar en sus cuerpos, no estará en sus mentes. Es una pregunta lícita que se debe responder con honestidad intelectual y con la mayor certeza científica posible. Lo que no cabe, es dar por sentado –por motivos ideológicos– que el problema está, exclusivamente, en el cuerpo.
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