En su columna del domingo, Martín Aguirre nos alerta sobre los riesgos que Uruguay quede atrapado en discusiones “a la altura del tobillo”, mientras que en el mundo se procesan cambios trascendentales que seguramente condicionarán nuestro futuro. El director de El País llega incluso a interrogarse si existe alguien que hoy esté pensando en cómo nos vamos a parar en el mundo que se nos viene. Afortunadamente para los grandes intereses económicos que convergen en Davos, pero desgraciadamente para los uruguayos, dentro de nuestro sistema político los coleccionistas de miniaturas parecen reproducirse como las cianobacterias. Cada día que pasa, la ciudadanía percibe un sistema político cada vez más estéril, incapaz de formular y articular propuestas que apunten a una genuina resolución de los problemas que aquejan a la sociedad.
La sequía actual sirve como muestra de nuestra incapacidad para actuar con eficacia sobre la realidad económica. Se trata de la tercera instancia consecutiva de un problema que se vuelve crónico, pero hasta ahora no se conoce ninguna medida concreta de tipo estructural. Y no es que el Estado carezca de instrumentos. Por el contrario, desde octubre de 2017 se encuentra vigente la ley de riego propulsada por el Ing. Tabaré Aguerre. “La ley de riesgo permitiría levantar la restricción más importante del país, que es obtener fuentes de agua, ya que no hay más pozos con caudal suficiente para regar”, expresó en su momento el exministro de Ganadería. Sin embargo, transcurridos cinco años, es poco lo que dos gobiernos de diferente signo han logrado avanzar en este sentido, a pesar de que, por estos mismos días del año pasado, el ministerio de Ambiente gozaba de tiempo suficiente para concebir las políticas que a la postre terminaron prohibiendo el uso de la pajita de plástico.
Pero mientras nosotros nos aletargábamos con autoelogios por el manejo de la pandemia, Estados Unidos y Europa se preocupaban en capitalizar la crisis reformulando sus industrias estratégicas, apoyándolas en el proceso con subsidios masivos. Entre otras medidas, Estados Unidos comprometió US$ 280 mil millones de su presupuesto federal para asistir en la retransformación de su industria de semiconductores, y US$ 370 mil millones para subsidiar la transición energética, cuyo destino será en gran medida financiar la reconversión del abandonado “rust belt”, región que sirvió de trampolín para la elección de Donald Trump en 2016. Los europeos no se quedan atrás, y a través de su plan Next Generation EU han comprometido recursos por el equivalente de US$ 2 billones para subsidiar sus propias industrias de energías renovables. “Después de décadas de estar relegada a los confines del pensamiento económico, la política industrial está de regreso”, sentencia Ricardo Hausmann en su última columna en Project Syndicate, explicando que no se trata de escoger industrias ganadoras, sino que el Estado garantice que el suministro de bienes públicos contribuya a incrementar lo mejor posible la productividad de las empresas privadas. El economista venezolano advierte que esto no implica que los gobiernos “deban imitar las costosas políticas que parecerían estar de moda”, recomendando en cambio concentrarse en los “problemas reales” de los países.
Ante este escenario, es importante primero que nada que nos percatemos que la prioridad de los países desarrollados pasa por un lado por la protección de sus propias industrias de exportación, y por el otro por comoditizar todos aquellos suministros críticos que no tengan más remedio que importar. Por ende, toda medida de liberalización que afecte a nuestro estratégico complejo agroindustrial no puede tomarse a la ligera, y menos en aras de satisfacer principios de libre comercio que en la instancia actual no respetan ni sus propios ideólogos.
En segundo lugar, será necesario que el Uruguay se plantee su propia estrategia de políticas industriales, insumo fundamental para respaldar cualquier decisión del poder político en cuanto a la asignación de recursos fiscales, evitando lo que el economista Mancur Olson definió como políticas con costos diseminados, pero con beneficios concentrados en grupos de interés particular. Las crecientes exenciones fiscales que nuestro país otorga a grandes superficies, cadenas de farmacias y zonas francas constituyen un claro ejemplo de la captura de rentas descrito por Olson, quien explicaba que la promoción del interés general requiere de instituciones que incentiven una adecuada resolución de los problemas de acción colectiva. Un ejemplo evidente del problema de acción colectiva es la incapacidad estatal de formular paquetes de incentivos que faciliten a los pequeños productores incorporar agua en sus parcelas.
Nuestro país cuenta con una formidable herramienta para resolver este problema, consagrada en la Constitución nacional y validada por la experiencia de muchos países desarrollados. Nos referimos al Consejo de Economía Nacional, previsto en los artículos 206 y 207 de la Constitución de 1967, institución que vienen reclamando desde hace tiempo el senador Guido Manini Ríos y La Mañana. Se trata de un instrumento que podría resultar clave para consensuar políticas industriales, al mismo tiempo que se convertiría en un antídoto eficaz contra los intentos de captura de rentas por parte de intereses particulares.
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