Argentina ha venido atravesando una crisis económica, política, social y cultural que nos arrojó al desorden, la confusión, el desencuentro y la desintegración de las instituciones.
Hasta ahora el deterioro generalizado de la realidad argentina vino acompañado de un franco escepticismo en el estado de ánimo de la población. Ausente la confianza, la pregunta que se imponía era ¿en quién confiar? ¿Qué camino se mostraba capaz de conducir a una reconstrucción exitosa? En tal situación, resultaba insoslayable la importancia de la actitud psicológica del electorado. Se hizo evidente que no hay programa político ni económico que pueda ser exitoso si no va acompañado de un estado anímico positivo por parte de la población. De ahí que la esperanza se hace imprescindible.
Quien se detiene, retrocede
Apenas aproximamos nuestra reflexión al fenómeno de la vida, encontramos, en cualquiera de sus niveles (biológico, psicológico, espiritual), como rasgo esencial, que su estructura dinámica está orientada al desarrollo. Una semilla está destinada a germinar, un bebé recién nacido tiende por naturaleza al crecimiento y al despliegue de sus posibilidades… La vida es transformación y todo organismo vivo es y al mismo tiempo va siendo hacia el futuro. Y es un proceso que si se estanca, retrocede o fenece. Así, fue un acierto que, atendiendo a la temporalidad, los antiguos calificaran al hombre como homo viator (viajero). Es natural que todo ser humano normal se muestre tendiente a la realización de su propia personalidad, que se va dando en el tiempo rumbo al futuro. Y esa actitud acorde con el despliegue de sus virtualidades hacia un más allá del presente se llama esperanza.
Es la espera confiada de que se realice algo que se desea. Es la disposición y el temple anímico propio de estar abierto para lo que todavía no nació pero está en camino. Significa tener la expectativa de que algo bueno es posible. Es una forma de pensamiento positivo que nos ayuda a superar las adversidades y a seguir adelante en la vida. Con ella tratamos de vislumbrar la realidad del futuro, no la del presente, porque carecería de sentido esperar lo que ya existe. Es tener la visión del presente en cuanto estado de transformación y gestación. Y no es predecir el futuro, porque ¿quién puede saber con absoluta certeza lo que va a pasar? Así como también sería ilógico esperar lo que se sabe imposible.
Sin esperanza no hay vida. Es la que orienta el proceso de la vida hacia el futuro e impide el estancamiento y la decadencia.
Vida, esperanza y fortaleza
La fortaleza, esa condición de poder decir no cuando todos esperan oír sí, es la capacidad de resistir la tentación de los que pretenden desfigurar la esperanza y transformarla en optimismo ingenuo o en creencia irracional. Creen en un futuro “inexorablemente bueno” y nos dicen que “estamos condenados al éxito”. Se trata de un culto al progreso indefinido. Esto implica pasividad y desestima de la responsabilidad personal. En cambio, la esperanza genuina es convicción, realismo y compromiso, y no tiene nada de ingenuidad ni de resignación.
Aquellos cuya esperanza es débil no tienen paciencia, no saben esperar y optan por la comodidad o por la violencia, mientras que aquellos cuya esperanza es fuerte fomentan los signos de una nueva vida y están preparados en todo momento para ayudar al advenimiento de lo que está en condiciones de nacer.
En síntesis: vida, esperanza y fortaleza están mutuamente implicadas.
Desesperanza y depresión
A su vez, la desesperanza es el estado de ánimo de aquellas personas que han perdido toda confianza en el futuro y ya nada esperan. En su génesis, puede ser el resultado de un duelo o una pérdida mal elaborados, o provocado por el desamparo de una enfermedad terminal, la pérdida de un ser querido, una situación personal o social de precariedad crónica a la que no se le ve salida… O es consecuencia de haber abusado de la esperanza, confiando en que la realidad debe responder siempre a nuestros deseos.
Las compañeras habituales de la desesperanza son la tristeza, la soledad y la depresión, siendo esta última, según los entendidos, “el mal más difundido de nuestro tiempo”. Hay que descubrir también que sin esperanza fácilmente se toma el camino de aborrecer la vida y embarcarse en la destructividad. Por otro lado, es de hacer notar que lo contrario de la esperanza no es la desesperación sino la indiferencia, porque el desesperado aún está vivo, mientras que el indiferente (con su apatía, su acedia y su escondido rencor) es insensible, como si estuviera muerto. Así, la experiencia enseña que es más fácil rescatar a un desesperado que a un indiferente.
La esperanza de las naciones
No solo el individuo vive gracias a la esperanza. Las naciones y las clases sociales viven también gracias a ella. Si pierden esa energía latente, desaparecen por falta de vitalidad o por la destructividad irracional que inevitablemente desarrollan. Los pueblos encierran un potencial evolutivo que los lleva a recorrer su proceso histórico hacia el futuro. Pero ese devenir no es solo evolución (herencia y selección) como fuerzas impersonales absolutas, sino que ellas se conjugan con el aporte de las decisiones humanas. Allí confluyen el destino y el hombre. De tal modo que la historia comienza cada día, en cada pueblo y en cada hombre. Y en ese derrotero nos sorprenden a cada paso las paradojas, las sorpresas y lo impensado. Por lo cual, hay lugar para la esperanza. No hay destino fatídico ni futuros inexorables. No es el camino frío de fuerzas superiores. De ahí que la historia se burle de los que presumen saber con certeza lo que va a pasar. De modo que la esperanza supone mantener un espíritu abierto capaz de plantear preguntas, pero sin pretender dar con la respuesta exacta. Las ideologías llegan a absolutizar conceptos como el futuro o el destino o el progreso, cuando no son sino abstracciones simbólicas sin contenido, destinadas a encandilar a los pueblos. La esperanza es la que permite que los pueblos avancen hacia el progreso. Así como sin esperanza toda comunidad se extingue. Y si no se los distorsiona, naturalmente los deseos de la condición humana se orientan hacia la justicia, el desarrollo y el bien común.
Economía, política y ética
La economía es la ciencia destinada a la administración de los bienes de un país. La política, por su parte, es la encargada de buscar el bien común. Por lo cual, la economía tiene su autonomía, pero siempre subordinada a la justicia que le dicta la política para el bien de todos. Y, a su vez, esta necesita de la guía de la ética que señala qué es bueno para el hombre, para su vida plena y el desarrollo de sus valores. Responde a la naturaleza espiritual del hombre y es una filosofía de vida que respalda y orienta toda la vida social y señala el camino, tanto de la economía como de la política. Es un ethos, lo que une a un pueblo, un conjunto de valores compartidos en una relación de iguales. Siendo esto así, todo proyecto o acción social y todo sector político necesita de una actitud emocional que le dé sentido y orientación a su existencia, que fundamente su finalidad y alimente su esfuerzo. Necesita de una mística que lo respalde y fortalezca.
La mística necesaria
Llamamos mística a una fuerza emocional motivadora, que despierta la voluntad de las personas y las lleva a la acción. El que posee una mística se siente llamado (vocación) a cumplir una misión y enviado a llevar un mensaje, habitualmente ante circunstancias que llaman a una solución. Implica en la persona una autovaloración de la dignidad de su función que la hace irrenunciable en su propósito, y se siente respaldada por una fuerza transpersonal (Dios, o el proceso histórico, o el destino de la patria o de la democracia, o de los pobres…) en la que puede depositar su fe y su destino. Cualquier doctrina o proyecto resulta vacío sin ella. Gandhi, Mandela, Teresa de Calcuta, José de San Martín… son ejemplos eximios de una mística. El que posee una mística es un apóstol automotivado y responsable. Por eso alguien ha dicho que con doscientos predicadores se puede renovar una cultura. Ese vínculo no es puramente racional, ideológico o de abstracciones. Frecuentemente, una persona se integra cuando ve plasmada en la conducta de otro la concreción de un ideario. No se trata de una idealización, pero sí de una actitud que lleva a que uno se identifique con un Ideal. Por tanto: identificarse con el sentido de una causa, sentir entusiasmo por ella, desear hacerla realidad, confiar y tener esperanza en el futuro, y poseer una mística… son todos sinónimos. La vida política lleva habitualmente a una pregunta: ¿cómo surge una causa y cómo se integran las personas a ella? ¿Cómo los ciudadanos se hacen partícipes y no simples espectadores? La clave está en que, como la enfermedad es contagiosa, la salud también lo es. En la historia del mundo, los movimientos y las causas se generan porque aparece alguien que despierta las conciencias a darse cuenta de las realidades que llaman a un cambio.
El cambio auténtico
Ciertas premisas básicas son imprescindibles para la construcción de un futuro. En primer lugar, que los beneficios de un avance económico son indiscutibles, pero no siempre el crecimiento de la economía implica un progreso de una vida social sana. “No es lo mismo una planificación tecnocrática que una planificación humanista” (Erich Fromm). Ninguna transformación social es auténtica si los valores culturales deseables no se internalizan en una praxis y si no se modifican las pautas de comportamiento inadecuadas de la vida social. La economía y la técnica solas no lo resuelven todo. Para una vida social “que valga la pena de ser vivida” se necesita de la ética, de las ciencias humanas y de la filosofía que señalen cuál es el sentido del desarrollo. Por tanto, un cambio de estructuras sin un cambio del estilo de vida, de las mentalidades, criterios y actitudes es inconsistente, insuficiente y efímero. Si eso no se logra, los triunfos electorales pueden resultar simples pompas de jabón. Para un cambio integral, es imprescindible un cambio cultural, una verdadera transformación de la mentalidad de los ciudadanos. Allí está la revolución cultural, que es el gran desafío del futuro.
(*) Licenciado en Psicología (UBA). Fue profesor de Psicología Social y Psicología de la Personalidad y director de la Carrera de Postgrado en Psicología Clínica (UCA).
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