Según la OMS, la depresión “es una enfermedad frecuente en todo el mundo, y se calcula que afecta a más de 300 millones de personas (aproximadamente un 4% de la población mundial). La depresión es distinta de las variaciones habituales del estado de ánimo y de las respuestas emocionales breves a los problemas de la vida cotidiana. Puede convertirse en un problema de salud serio, especialmente cuando es de larga duración e intensidad moderada a grave, y puede causar gran sufrimiento y alterar las actividades laborales, escolares y familiares. En el peor de los casos puede llevar al suicidio. Cada año se suicidan cerca de 800.000 personas, y el suicidio es la segunda causa de muerte en el grupo etario de 15 a 29 años”.
De acuerdo con la Fundación Cazabajones, en Uruguay habría unas 600.000 personas con depresión, aunque, al parecer solo el 20% están diagnosticadas. Si esto es así el porcentaje de personas que padecen depresión en Uruguay sería de alrededor del 17%.
Es cierto que desde 2020, se ha registrado en todo el mundo un incremento significativo en los casos de depresión a raíz de la “pandemia”. Pero hay quienes afirman que estamos ante una epidemia de depresión. Una de las razones principales de este fenómeno sería el aumento de la esperanza de vida –personas muy mayores que viven solas– y la otra, el estrés de la vida moderna que no permite tiempos de ocio y relacionamiento humano profundo. Sin embargo, en Uruguay estas razones podrían no ser suficientes para explicar el fenómeno, pues la mayor parte de las consultas las realizan personas jóvenes. El incremento en la tasa de suicidio adolescente es alarmante.
A nuestro juicio, muy buena parte de los problemas de depresión en Uruguay tienen que ver con la falta de sentido de la vida. Y esta, a su vez, podría tener que ver con la falta de sentido de trascendencia, con la falta de religiosidad: con la falta de fe y de esperanza.
Por supuesto que no estamos diciendo que la religión sea la cura mágica para la depresión, ni que personas que creen en Dios estén libres de padecer depresión. Hemos conocido a personas creyentes que la padecieron y terminaron mal. Sí creemos, sin embargo, que dentro de un grupo humano determinado, aquellas personas que creen que tras esta vida de dolor hay una vida eterna plena de felicidad para que quienes procuran amar y servir a Dios y a sus hermanos, la probabilidad de encontrarle sentido a su vida es bastante mayor. De hecho, en épocas menos “ateas” que la nuestra, las tasas de depresión y de suicidio eran menores que en la actualidad.
Supongamos que estamos ante un materialista que no cree en Dios, ni en la vida eterna, ni en la inmortalidad de su alma. Este hombre, se esforzará para pasar lo mejor posible en esta vida, ya que no tiene otra en perspectiva. Además, si solo debe rendir cuentas a la justicia humana y no a la divina por la forma en que trató a sus hermanos en esta tierra, la motivación para ayudar a otros fuera de sí mismo, o para amar a su prójimo, será bastante deficiente, ya que se centrará en su propia felicidad. Y si fracasa en pasarla bien en esta vida, se sentirá muy desgraciado. Ningún dolor físico o moral tendrá sentido para él.
Por su parte, una persona que cree que tras la muerte deberá responder ante su Padre Dios por la forma en que vivió, estará más dispuesta a ayudar a sus hermanos y a pensárselo dos veces antes de hacer algo que ofenda ese Dios al que ama. Si esa persona es cristiana y se encuentra en esta vida con el sufrimiento, probablemente pensará que su Señor, siendo inocente, sufrió mucho más que ella, apretará los dientes y seguirá adelante con la frente en alto, pensando en el premio eterno.
Por supuesto que esta comparación simplifica mucho las cosas y que, en un mundo habitado por más de siete mil millones de personas, hay muchos matices que aquí se pierden. Pero tampoco está demasiado alejada de la realidad…
El famoso psiquiatra Viktor Frankl observó que entre los prisioneros de Auschwitz, quienes mantenían la esperanza eran aquellos que tenían una meta más allá del campo de concentración. Algo parecido le ocurre a quien sufre en esta vida, pero tiene su meta más allá de la vida terrena.
Fue el propio Nietzsche que dijo que “quien tiene un porqué, es capaz de soportar casi cualquier cómo”. Si ese “porqué” es sobrenatural, la historia demuestra que en esta vida es posible soportarlo todo. Hasta el martirio.
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