Una situación límite es aquella que nos coloca, aunque no lo queramos, en una posición prácticamente de supervivencia en la cual debemos entregar nuestro máximo esfuerzo para adaptarnos y no colapsar. En el ambiente de la salud, sabemos que hay un alto índice de infartos, accidentes cerebrovasculares y otros cuadros potencialmente mortales derivados del estrés laboral.
“La revisión de la bibliografía muestra que en los últimos 50 años las causas de muerte de los médicos en general, y en algunas de las especialidades, han sido objeto de estudio a nivel mundial”, nos decía la Revista Médica del Uruguay en el año 2006, hace apenas 18 años atrás, y hoy la situación no se ha modificado significativamente. A esto se debe añadir la aparición del consumo de sustancias de abuso como el alcohol y las drogas psicoactivas (marihuana, cocaína y otras), más la salud mental desequilibrada muchas veces por causa también de estrés o al menos potenciada por él. En cuanto al sexo, se sabe que las mujeres trabajadoras de la salud fallecen más jóvenes que los hombres (ellas en el entorno de los 60 años y ellos en el entorno de los 70, lo que no significaría algo desmedidamente relevante en comparación con el promedio de vida esperable para varones en Uruguay). Los hombres son más proclives a consumir sustancias de abuso, especialmente alcohol. Las mujeres a la depresión y posterior suicidio en el peor de los casos. Ante todo esto, muchos de los integrantes de los equipos médicos piden certificaciones con una frecuencia bastante alta, lo cual a su vez no es un buen elemento para añadir a su hoja laboral porque comúnmente el certificador es un psiquiatra; no hay caso: el estigma subsiste así como la suspicacia, y la recurrencia al psiquiatra es tomada como algo bastante estigmatizante y ciertamente negativo. Se la considera como un signo de debilidad. Sin embargo, al juzgar estas intervenciones como de índole siempre inconveniente, se incurre en un serio error, puesto que son las personas más lúcidas y responsables quienes suelen pedir ayuda para restablecerse, con las excepciones que siempre hemos de tomar en cuenta.
Tanto en los ambientes de la salud como en la enseñanza es frecuente que esté merodeando un enemigo feroz: el síndrome burn-out. Si bien también se presenta bastante entre el personal que debe atender público, por ejemplo, no es de tan elevada significancia como en los ambientes que se resaltan.
¿De qué se trata? Es un conjunto de vivencias, de experiencias tanto físicas como mentales que hacen que un individuo se sienta “quemado”, harto, sin fuerzas, sin energía para seguir cumpliendo eficaz y eficientemente su trabajo. Abarca desde la aparición de enfermedades orgánicas como el infarto cardíaco, los accidentes cerebro vasculares, la diabetes, la hipertensión, el cáncer y otras, tanto como posibles desequilibrios mentales tales como la ansiedad, los ataques de pánico, la irritabilidad, la depresión y hasta brotes psicóticos, especialmente de índole persecutorio, entre otros. Hay que señalar que los trabajadores de la salud y de la educación no son solo eso, sino que además se desenvuelven como madres y padres de familia con todo lo que ello acarrea, y además se ven obligados, en nuestro país al menos, a desempeñarse en varios trabajos a la vez. Ello se relaciona con necesidades económicas reales en un país con un costo de vida altísimo, pero también con otros elementos más vinculados al estatus, especialmente entre médicos, elementos que los hacen volverse algo codiciosos aún a costa de su familia y su salud. Entienden, y no es un enfoque malo en sí mismo, que todo el tiempo y sacrificio que han dedicado a su carrera tiene un alto valor “de mercado”, y van por él. La base de esta forma de pensar es válida, pero en muchísimas ocasiones se les termina yendo de las manos.
Los trabajadores de la salud y de la enseñanza se ven obligados a desempeñarse frecuentemente en forma directa con los familiares de las personas vulneradas, sea por una enfermedad o por una cuestión escolar o liceal que muchas veces no es de menor envergadura. Entre estudiantes, el número de cuadros de capacidades dificultadas ha aumentado de manera en extremo alarmante; al abuso de pantallas, el ser hijos de padres ex o actuales consumidores de sustancias de abuso, la multiplicidad de estímulos distractivos del entorno, la disoluciones familiares tempranas en la vida del niño o no tanto, la falencia de estructuras familiares ampliadas y bien estructuradas para sostener o ayudar a sostener situaciones muy difíciles y otros factores más, hacen que esto suceda. Así los niños y adolescentes van pasando de mano en mano de un profesional “psi” a otro, un poco como bola sin manija, hasta que, con suerte, dan con el indicado. Muchas veces a esas alturas los docentes ya han sido víctimas del maltrato de las familias.
En la salud, a su vez, ocurre algo semejante. Se han conocido casos en que parientes de un internado han tomado a golpes a un técnico, auxiliar o médico al sentirse frustrados, impotentes y desconformes. No podemos decir que sea correcto, pero sí que es comprensible ya que hoy por hoy el sistema de salud suele dar muy malas respuestas a personas enfermas; los médicos en ocasiones parecen jugar a las adivinanzas pues no es común que sepan diagnosticar certeramente. Sin un diagnóstico acertado, no puede existir un tratamiento apropiado. El “ojo clínico”, aquel preciado tesoro que casi endiosaba a un médico parece haberse extinguido; hoy existe tecnocracia, sustituta muchas veces del sentido común, de la inteligencia y hasta de la cualidad de humano de un trabajador de la salud.
¿Y qué hay del otro lado del mostrador? La familia del enfermo, del “sufriente”, del “padeciente”, de aquel que está encarnando en sí mismo una enfermedad crónica, potencialmente mortal, o ya mortal dejándolo expuesto a las puertas de Tánatos: “Tánatos tiene de hierro el corazón y un alma implacable de bronce que alberga en su pecho”, de La Ilíada.
Detrás de cada uno de estos pacientes hay una familia que también está “quemada”, y que del mismo modo que los trabajadores, ha quedado atrapada por el síndrome burn-out. En la misma línea exactamente el familiar del enfermo no es solo eso; también es una persona con muchísimas responsabilidades encima que está realizando un esfuerzo supremo por el bien de su pariente.
A la hora de posicionarse ante los trabajadores que sufren del síndrome burn-out, conviene hacerlo sin perder la perspectiva del todo que configuran el trabajador de la salud y el paciente, o el trabajador de la enseñanza y el alumno.
Lamentablemente en Uruguay no existen políticas responsables en forma suficiente como para brindar apoyo ni a una ni a otra parte. No se instruye a nadie que trabaje en esos ámbitos acerca de que eso le puede pasar, o le va a pasar y cómo manejarse, y simplemente se lo deja a su suerte. A lo sumo se introdujo la “mejoría” hace algunos años de que, por ejemplo, el personal de enfermería trabaje cuatro días y descanse dos, o en algunas mutualistas se le envíe un psicólogo a una persona, particularmente a niños, en vísperas de una intervención quirúrgica. El monstruo se fagocita a sí mismo, y tanto en las instituciones de salud como en las educativas, el exceso de clientes causa un desbalance respecto de la calidad del servicio que se presta.
Es como para preguntarse por qué pasa esto, y a dónde el gobierno de turno destina los recursos económicos que recauda del pueblo más allá de los grandes sueldos y demás beneficios de los funcionarios. Y más complicado aún: a dónde destina los recursos económicos la propia institución.
*Psicóloga
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