El Ministerio de Industria apunta a la “segunda transición energética”. Así lo expresaron jerarcas del gobierno el mes pasado, en ocasión del lanzamiento del Fondo de Innovación en Energías Renovables, iniciativa promovida por la ONU que impulsa proyectos privados de electro-movilidad, hidrógeno verde y economía circular.
Desde luego que cualquier iniciativa que apunte a mejorar la calidad ambiental y el costo de nuestra matriz energética es siempre bienvenida. Nuestro país tiene una tradición casi centenaria en la formulación y concreción de proyectos innovadores de energías renovables. Fue el Ingeniero Víctor Benavidez quien vio claro al comienzo de los años 30 la utilización del agua e impulsó la construcción de la primera central hidroeléctrica del país, cuando todavía no se había instalado una claque global que promoviera las energías renovables con el entusiasmo y espíritu filantrópico con que lo hacen hoy. Efectivamente, la construcción de la central Dr. Gabriel Terra marcó el inicio de nuestra primera gran transición energética. Desafortunadamente, la ley No. 19.795 de setiembre de 2019 modificó su nombre y la central hidroeléctrica pasó a denominarse “Rincón del Bonete”. En el espíritu de ese mojón inicial, le siguieron Baygorria, Salto Grande y Palmar.
Más recientemente, Uruguay decidió incorporar la energía eólica y solar a la matriz energética. Esto también fue declarado por los gobiernos de turno como “una revolución en la matriz energética”, lo que deja algunas dudas semánticas, ya que, si se trata de la “segunda transición”, entonces la actual sería la “tercera”. Y eso dejaría en el limbo de las revoluciones a Salto Grande y Palmar…
En fin, sea como fuere, desde una perspectiva de largo plazo, los esfuerzos de incorporación de energías renovables terminaron siendo mayormente beneficiosos para el país, más allá de los problemas de implementación y los excesos de optimismo que tienden a dominar a los actores. Sin embargo, en ese trayecto el país ha aprendido varias lecciones que no resultaría prudente ignorar, especialmente aquellas que tenemos más frescas en la memoria.
En primer lugar, debemos ser conscientes que transformar la matriz energética del mundo hacia la electricidad tendrá enormes costos. Según William Nordhaus, premio Nobel de economía precisamente por sus estudios en los efectos del clima en la economía, el impacto neto del cambio climático –si no se modifican las tendencias actuales– sería de 1% del PBI mundial por año hasta el 2050. Recién a par-tir del año 2100 el impacto sería de 4% del PBI por año. Estas estimaciones deben ser confrontadas con el costo de reducir las emisiones e imponer nuevas fuentes de energía buscando alcanzar el “cero neto” para 2050. Según Bjorn Lomborg, profesor de la Escuela de Negocios de la Universidad de Copenhaguen y Fellow de la Hoover Institution –y tan escandinavo como Greta Thurnberg–, hasta el año pasado solo un país había hecho estos números: Nueva Zelandia. Según los resultados de una estimación independiente encargada por su gobierno, la novelería de las energías renovables costaría la friolera de 16% del PBI todos los años hasta 2050.
Lo anterior nos lleva a preguntarnos si el MEF o la OPP habrán hecho estudios alternativos que contradigan estas estimaciones, ya que resultaría inconveniente embarcar a Uruguay en un esfuerzo que lo podría hacer quebrar fiscalmente. ¿Qué dirán las calificadoras al respecto? ¿Estará mal lo de Nueva Zelandia? Al anunciar este esfuerzo, el propio ministro de Industria hizo notar que Uruguay es el único país de ingresos medios “seleccionado” para participar de la iniciativa. Bien podríamos sospechar que, como tantas otras veces en nuestra historia, estamos intentando comprar la entrada a un club que no es para nosotros.
Esto nos conduce a una segunda observación. Claramente, el mundo y la ciencia “respetable” nos empujan en la dirección de la “economía circular”, por lo que reconocemos que Uruguay tiene escasas chances de escapar. Pero ello no implica que no podamos elegir la velocidad con que ingresamos al proceso, procurando aprender de las lecciones de otros en un intento por bajar los costos de entrada al club, fenómeno muy conocido en tecnología que constituyó la estrategia de desarrollo de Japón, Corea del Sur y más recientemente China. Todo indicaría que a nuestro país no le conviene hacer punta con estas inversiones –y compromisos fiscales– millonarios.
Resulta importante destacar que los países desarrollados impulsan las energías renovables en gran parte como forma de impulsar sus industrias y generar empleos de calidad. Vieron en la transformación de la matriz energética una oportunidad de movilizar una inversión gigantesca en infraestructura –solo comparable a un esfuerzo bélico– financiada con el dinero que imprimen sus bancos centrales y el capital que sus grandes bancos captan a lo largo y ancho de todo el mundo subdesarrollado. En cambio, para países como Uruguay, este esfuerzo implica un mayor aumento de importaciones, ya que probablemente ni los cables sean fabricados en nuestro país. Sin dudas que existirán derrames, principalmente en la construcción civil, pero el gran valor agregado va a quedar afuera. Tampoco vamos a financiar esto con dinero creado por el BCU, sino con deuda externa a ser asumida por los sectores públicos y privados.
Eso sí, de algo no existe ninguna duda: el 100% de la cuenta la terminará pagando el Estado uruguayo, como viene ocurriendo con la “revolución” anterior impulsada por Ramón Méndez. Es por ello que sorprende cuando el ministro de Ambiente da a entender que los fondos de la ONU servirán para apalancar fondos de la banca privada, confundiendo al mismo tiempo incorporación de tecnologías importadas con desarrollo, cosas muy diferentes. A juzgar por las experiencias anteriores, los bancos no financiarán nada que no cuente con una garantía explícita o implícita –vía PPP o mecanismo similar– del Estado uruguayo. Al final, todas las novelerías las pagamos nosotros.
Por este camino estamos comprando un oneroso segundo maracanazo.
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