El nacimiento del régimen de convertibilidad en la Argentina fue un suceso de hondas consecuencias en la historia reciente del país, tanto por las implicancias económicas que produjo como por las políticas. La irrupción de dicha medida señaló un notorio cambio en las dinámicas previas y logró instaurar nuevas lógicas, permitiendo especialmente que la situación económica pudiera estabilizarse y el proceso inflacionario lograra ser controlado. En este sentido, vale la pena tener presente que, tras el regreso del peronismo al gobierno en 1989, la situación interna del país era la de un virtual colapso, con una situación hiperinflacionaria sumamente violenta que provocaba un fuerte descontrol de las variables y en la que dicha crisis asolaba los ámbitos políticos, económicos e institucionales, como además encontraba frente a sí un Estado en franco retroceso y con debilidad en sus funciones, sobre todo en el ejercicio de autoridad. Empero, a pesar de los diferentes vaivenes sufridos inicialmente por el gobierno de Menem, tras el lanzamiento de la convertibilidad la situación pareció finalmente ser controlada y revertir el ciclo de expectativas pesadumbrosas y de incertidumbre hacia le futuro por uno nuevo de expectativas positivas. Es decir, la decisión de lanzar el régimen de convertibilidad fue un verdadero parteaguas del accionar gubernamental, algo que en el sentido del politólogo Norman Schofield puede llamarse una “decisión crucial”.
La feroz crisis económica heredada por Menem tuvo varias características a destacar. Por un lado, porque el camino surcado inicialmente para sortear la crisis final de la década de los 80 fue sorpresivo, ya que la fórmula elegida para capear el temporal no fue retornar a los esquemas básicos del peronismo tradicional (con un programa económico mercadointernista apoyado políticamente en un modelo estatista), sino que más bien se tendió a abrazar el polo opuesto de su tradición: en lugar de realizar un viraje nacionalista, se sostuvieron los esquemas liberales a ultranza, que apuntaron tanto a abrir la economía y privatizar las empresas del Estado como a reducir la intervención de éste. Por su parte, los protagonistas de esta transformación no fueron ni las masas ni los sindicatos como en otros tiempos, sino que aquí también existió un severo cambio de alianzas: los actores privilegiados de interlocución gubernamental pasaron a ser los grandes empresarios, los organismos financieros internacionales y el capital extranjero.
Así, e igualmente a todo ello, una vez puesto en marcha el peronismo en su versión neoliberal el camino resultó mucho más costoso que lo inicialmente vislumbrado. Menem tras asumir en medio de un estallido hiperinflacionario, a los seis meses de haber comenzado su gobierno se encontraría con otro colapso económico que volvió a demostrar lo indómito que era el proceso, desatando un segundo episodio hiperinflacionario. A su vez, casi un año después de este segundo estallido, las turbulencias económicas volvieron a encender las señales de alarma al comenzar 1991, presagiando la llegada de un tercer brote hiperinflacionario. Es decir, a pesar del abrupto cambio de banderas y alianzas, y del alto costo político pagado por ello, Menem no había logrado hasta ese momento resolver el desafío capital de estabilizar la situación. Por ello, la situación sugería que el gobierno iba a perder su primer test electoral en septiembre de 1991 como además se vislumbraba también que no podría mantener al peronismo unido detrás de sí por mucho más tiempo. Sin embargo, con la llegada de Domingo Cavallo al ministerio de Economía durante esa misma coyuntura y el lanzamiento de la convertibilidad, la situación en muy poco tiempo se pudo revertir: el peronismo logró ganar a la postre las elecciones de ese año, el sistema de precios se estabilizó y el horizonte futuro se logró consolidar en vistas de las expectativas positivas que configuró la convertibilidad. Por lo que esta medida se volvió una verdadera “decisión crucial” para el gobierno, representando un nuevo punto de equilibrio sociopolítico difícil de negar…
La llegada de Cavallo y de la convertibilidad
La salida de Erman González del ministerio de Economía a fin de enero de 1991 le ofreció al gobierno la oportunidad de formar un nuevo gabinete para “lavarse la cara” y poder llevar el año electoral con cuadros menos desgastados, introduciendo así cambios en los esquemas previos. Sin embargo, al realizar este cambio el gobierno se encontró con la encrucijada de si debía conservar las pautas económicas y privilegiar la estabilidad frente al crecimiento económico (como había sido la estrategia de González hasta ése entonces) o bien darle mayor impulso al crecimiento para quebrar la recesión como una segunda opción, buscando que luego las variables se acomodaran sobre la marcha. La designación de Domingo Cavallo al ministerio de Economía pareció inclinar la balanza hacia esta última situación. Por otra parte, las alternativas sobre qué curso de acción económica establecer sufrían a su vez no sólo los apremios que la situación demarcaba, sino también un juego de presiones cruzadas en el interior del mundo empresarial. Esto se debía a que mientras los industriales de la Unión Industrial Argentina (UIA) –en especial el “Club de los exportadores”– veían en Cavallo un aliado que traería la reactivación, lucharía contra el atraso cambiario, pondría fin a las retenciones y aceleraría los pasos de la apertura y las privatizaciones, el sector financiero veían en el recién designado ministro un viejo rival que no temería usarlos como variable de ajuste, y que podría aplicar un desdoblamiento cambiario (como cuando fue presidente del Banco Central en 1982) o replicar su idea de incautar los depósitos bancarios (la cual aplicó González con el Bonex ´89, tras la sugerencia de Cavallo). Por lo cual, para sortear estos enfrentamientos se ideó “compensar” a los bancos y llevarles tranquilidad al ofrecerle la presidencia del BCRA a Roberto Alemann, cercano al sector financiero, y que se suponía que iba a continuar la línea de Erman González desde la autoridad monetaria. Sin embargo, aquél rechazó el ofrecimiento, aclarando: “Cavallo es reactivación, pero yo soy estabilidad, no funcionaríamos”. De esta manera, los cambios fueron por más, ya que igualmente se removió del Banco Central a Javier González Fraga – quien proponía mantener un dólar bajo “para ganar las elecciones”, reemplazándolo por Roque Fernández, otro asiduo monetarista allegado al sector financiero como Alemann, y que era el ortodoxo presidente del CEMA.
Un viejo dilema que habían atravesado los distintos equipos económicos de Menem hasta ese momento era con respecto a dos opciones, por un parte si convenía aplicar una flotación ortodoxa para estabilizar el sistema de precios, compensados por una precisa disciplina fiscal (ortodoxos/fiscalistas), y por otra, una visión (bi)monetaria, con cierto anclaje cambiario, que prefería otorgar previsibilidad a través de lograr una referencia en el dólar que impulsaban anclar la divisa (heterodoxos/monetaristas). Del mismo modo, el debate sobre instalar algún tipo de convertibilidad también había acompañado a todos los equipos económicos previos y sonó con más fuerza apenas asumió Erman González en diciembre de 1989, algo que se repitió durante varios momentos de su gestión como una forma de calmar la ansiedad frente a los vaivenes del dólar. Sin embargo, sistemáticamente Erman González se encargó de rechazar tal medida. Empero, una vez que se conformó el nuevo equipo económica también en él aparecieron los mismos dilemas sobre qué tipo de fórmula aplicar frente a un escenario como el descripto.
Ec. Julián Zícari, en “El nacimiento del uno a uno. Menem, Cavallo y el surgimiento del régimen de convertibilidad en Argentina”, Cuadernos del Ciesal (Año 15, No. 17, enero-diciembre 2018)
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