Todo acto de terrorismo es injusto y deplorable; sobre todo cuando es la causa de la muerte de miles y miles de inocentes. Es lo que ocurrió en la Vendée, Francia, como consecuencia de la Revolución francesa: un genocidio en nombre del lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad”.
La región de la Vendée atravesó en calma los primeros años posrevolución. Existía, sin embargo, una fractura social entre los revolucionarios –mayoritariamente citadinos– y los campesinos, incluidos los que no eran partidarios del antiguo régimen. Esto se agravó cuando a los campesinos se les prohibió comprar los derechos feudales y solo pudieron adquirirlos comerciantes y burgueses.
A fines de 1790, la Asamblea Constituyente obligó por decreto a los sacerdotes a prestar juramento a la Constitución. Esto fue rechazado por 65 por ciento del clero por ser contrario a la fe católica. A fines de 1791, se prohibió a los sacerdotes rebeldes, celebrar misa. Cuando los atrapaban, los deportaban a Guyana. Los campesinos, apoyaron y dieron asilo a sus sacerdotes. El alzamiento se produjo finalmente en 1793, cuando las deserciones del ejército republicano determinaron la leva forzosa de trescientos mil campesinos, que no estaban dispuestos a defender con las armas ideas contrarias a su fe.
Los vandeanos formaron un ejército de tres columnas y 65 mil hombres, pero no eran soldados profesionales, estaban mal pertrechados y carecían de disciplina. Tras algunas victorias importantes, en marzo de 1793, sitiaron Nantes y pidieron la interrupción de la leva, el final de las requisas y la libertad de culto, pensamiento y escritura. Pero no recibieron respuesta y se dispersaron. Luego, la pequeña nobleza local y algunos desertores republicanos se sumaron a la rebelión. Pero al final, triunfó el ejército republicano.
Fue un auténtico “genocidio”, ya que los jacobinos pusieron en marcha una maquinaria de exterminio tan cuidadosamente programada que la Vendée quedó deshabitada por un cuarto de siglo. El general Wastermann dijo ante la Convención: “No tengo un solo prisionero que reprocharme, los he exterminado a todos”.
La proclama de Francastel, del 24 de diciembre de 1793, expresa: “Hermanos, que el Terror no deje de estar a la orden del día y todo irá bien. Salud y fraternidad”. Una carta de Carrier del 12 de diciembre de 1793 dice: “Entra en mis proyectos –y son órdenes de la Convención Nacional–, quitar todas las subsistencias, los cultivos, los pastos, todo en una palabra en esta maldita región, quemar todos los edificios, y exterminar a todos los habitantes (…). Oponte con todas tus fuerzas a que la Vendée tome o conserve un solo grano (…), no dejes nada en este país de proscripción”. Carrier en persona fue responsable de ahogar a diez mil civiles inocentes en el Loira. En una carta al general Haxo, unos subalternos le escriben: “Hay que aniquilar la Vendée porque ha osado dudar de los beneficios de la libertad”.
Por supuesto, hay quien dice que el objetivo no fue exterminar al pueblo vandeano, sino evitar que la Vendée se convirtiera en símbolo de la resistencia: ¡razón de Estado! Otros dicen que la única responsabilidad del Estado fue su debilidad para contener la espiral de violencia que se desencadenó. Lo que nadie duda es que masacre, hubo. El ejército republicano se cebó sobre un ejército campesino mal armado y sobre una población civil totalmente indefensa.
La mayoría de las víctimas fueron campesinos pobres, mujeres, niños, sacerdotes y algunos nobles. Todos católicos que se rebelaron contra la imposición de un Estado que, en nombre de la libertad, la igualdad, y la fraternidad, no respetó la libertad, se burló de la igualdad y no fue capaz de vivir la fraternidad con el disidente. Exterminar a un pueblo para imponer su ideal contradice flagrantemente la esencia del lema revolucionario. Tan horrible es esta historia, que los revolucionarios y sus sucesores la enterraron.
Desde aquellos días hasta hoy, la única institución a la que yo he visto pedir perdón por sus errores históricos –e incluso por “leyendas negras” nunca comprobadas– es a la Iglesia Católica. Pienso que es hora de que cada nación del mundo siga el ejemplo de la Iglesia y pida perdón a sus antiguos y modernos enemigos. Naturalmente, esto no llevaría a alcanzar la paz en un par de días. Pero comienzo –y ejemplo– requieren las cosas… La Iglesia Católica ha dado ejemplo y más de una vez. El resto de las instituciones y naciones, ¿dónde está?
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