Vivimos en un tiempo tormentoso, en el que las dudas abundan y las certezas escasean. Vivimos en un tiempo en el que la inestabilidad es la norma y en el que hacen falta puertos seguros donde anclar la existencia cotidiana. En este contexto, no es raro encontrarse con personas que añoran tiempos pasados. Quienes amamos la historia, con frecuencia nos preguntamos cómo sería vivir en la Antigüedad Clásica, en la Edad Media o en tiempos del Imperio español… Otros, más radicales, afirman sin dudarlo que habrían estado encantados de vivir en cierto tiempo en particular, al que seguramente idealizan desde una óptica más o menos anacrónica.
Lo cierto y lo concreto es que nadie puede viajar al pasado. Ni al futuro… Nos guste o no, este es el tiempo que nos tocó vivir y hay que aprovechar sus ventajas, oportunidades y fortalezas y apechugar con sus desventajas, amenazas y debilidades.
A veces, cegados por los juicios negativos, somos incapaces de agradecer a Dios que en esta época, la medicina permite operar a una persona de cataratas en 15 minutos, la aeronáutica posibilita los traslados de un lado al otro del planeta en cuestión de horas, y la ciencia aplicada al confort es capaz de producir equipos de aire acondicionado cada vez más silenciosos y eficientes; por no hablar de las obras de saneamiento, de las distintas fuentes de energía, del agua corriente, las computadoras y los celulares. Cosas a las que estamos muy acostumbrados, pero que hasta pocos años no existían.
Nuestro gran desafío es evitar que los innumerables avances técnicos –producto de la inteligencia y el trabajo humano– nos lleven a creernos omnipotentes, autosuficientes, no necesitados de nadie más que de nosotros mismos. Esto no es algo nuevo; es la vieja tentación de querer comer del “árbol de la ciencia del bien y del mal”, deslumbrados con las posibilidades que la tecnología nos ofrece. Por supuesto que la mayor parte de la tecnología facilita y mejora nuestra vida; sin embargo, el riesgo es olvidar que esa naturaleza a la que hoy somos capaces de transformar de mil modos distintos es creada. Y si olvidamos a nuestro Creador, corremos serio riesgo de no encontrarle sentido a nuestra existencia.
Quizá sea esto lo que muchos añoran cuando idealizan aquellos tiempos en los que el hombre era más consciente de esa parte de la realidad que existe, pero no se ve. Al hombre de hoy le sobra sentimentalismo, pero le falta sensibilidad para descubrir lo inmaterial, lo trascendente; le sobran comodidades, pero es incapaz de comprender el sentido del dolor, del sacrificio, de la entrega; le sobra racionalismo, pero le falta sensatez; le sobra placer, pero le falta alegría: las caras largas que se ven en el opulento Occidente no suelen verse en la pobre África…
Reiteramos: no queremos ni podemos volver al pasado. Pero… ¿por qué no rescatar del pasado, muchas enseñanzas, principios, costumbres y virtudes, hoy olvidadas? ¿Por qué no intentar, en este tiempo que tanto valora lo “retro” y lo “vintage”, una especie de “revival” cultural?
Porque hasta donde sabemos, el criterio correcto para valorar las ideas, no es si son nuevas o viejas, sino si son buenas o malas; si ayudan a que los hombres sean mejores hombres; si ayudan a los hombres a forjar mejores sociedades…
En el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino afirmaba, entre otras cosas, que existe un orden natural creado por Dios: una realidad capaz de ser captada por los sentidos y comprendida por la razón. Y sostenía que la existencia de ese Dios a quien no vemos, puede ser descubierta por la razón, contemplando la creación. La otra alternativa es que todo sea producto de la casualidad o de la “generación espontánea”. Todo esto, por ahora, parece ser bastante más improbable que la existencia de Dios…
Creemos que es necesario recuperar la confianza en la razón como medio para conocer la realidad –incluidas las realidades trascendentes– y encauzar rectamente los sentimientos, reconociendo que lo que más conviene a nuestra naturaleza es regirse por verdades morales objetivas. Quizá, obrando así, se pueda evitar que el hombre se convierta en esclavo de su propia tecnología.
Hoy pesa sobre nuestros hombros la responsabilidad de hacer de este tiempo, un tiempo mejor para las generaciones venideras. Lo que no hagamos cada uno de nosotros, nadie más lo hará. Así que, manos a la obra… De cada uno depende que lo mejor esté por venir.
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