En el libro del Apocalipsis (3:15-16), dice el Señor: “Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca”.
Queda claro que Dios desprecia a los tibios. ¿Y quiénes son los tibios? ¿Qué significa ser “tibio”, “frío” o “caliente”? ¿Acaso Dios es extremista? ¿No dice la doctrina clásica que la virtud está en el medio entre dos extremos? Intentaremos contestar a algunas de estas preguntas.
Dice Santo Tomás de Aquino que “la tibieza es una cierta tristeza, por la que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del esfuerzo que comportan”. Santo Tomás se refiere, naturalmente, a la tibieza espiritual. A la pereza de aquel al que le cuesta complicarse la vida al momento de defender la verdad, de hacer el bien o de promover la belleza.
¿Quiénes son los tibios? Mientras los fríos parecen ser aquellos que sin culpa no conocen a Dios, los calientes aparentemente son los que intentan, a pesar de sus miserias, hacer la voluntad de Dios. Los tibios por su parte, son los que conociendo lo que Dios quiere de ellos, se resisten a hacerlo. Todos somos, en algún sentido, algo fríos cuando no nos damos cuenta de que Dios nos está pidiendo algo; y algo calientes, cuando sí nos enteramos de qué va la vida y hacemos un esfuerzo por cumplir su voluntad. Finalmente, somos tibios cuando buscamos excusas para no hacer lo que el Señor, más o menos claramente, nos invita a hacer.
Si bien es cierto que la virtud está en el medio, imaginar la virtud como el medio entre dos extremos de una recta puede inducir a error: lo correcto, es imaginarla como el pico de una montaña, en el medio de dos valles. La virtud –que es lo más contrario a la tibieza que se puede imaginar– no está en los extremos, sino en el punto más alto entre dos vicios.
La tibieza a nivel del espíritu, se asemeja notablemente a la falta de responsabilidad en la vida. La responsabilidad es una virtud que se encuentra entre los extremos de la obsesión y la indiferencia, y es sumamente necesaria, sobre todo entre quienes asumen cargos de gobierno. En el caso de los gobernantes –ocupen el cargo que ocupen–, el “frío” viene a ser el que ni promete y ni cumple, y el “caliente”, el que promete y cumple; mientras que el tibio es el que promete, pero no cumple: el que no se hace responsable de sus promesas.
¿Qué le piden Dios y el pueblo al gobernante? Que cumpla sus promesas electorales, que gobierne con responsabilidad y con justicia. Que sea virtuoso, que procure hacer feliz a su pueblo.
¿Cuál sería la percepción del votante promedio si un gobernante, por corrección política o para no “hacer olas”, no se hiciera responsable de sus promesas electorales? ¿Cómo se vería un gobernante que no procurara eliminar injustos privilegios de vividores y vividoras, que no removiera de sus puestos a quienes impiden llevar a cabo cambios tan profundos como necesarios, que no hiciera lo imposible por acabar con la corrupción pasada y presente, que no se empeñara en desterrar las ideologías de la educación pública? ¿Cómo quedaría ante su pueblo un gobernante que afirmara ser provida, pero que no procurara luchar a brazo partido contra el aborto, la eutanasia, las drogas, la violencia, los suicidios o la reducción de la natalidad? ¿Acaso sería injusto que el pueblo pensara que tal gobernante actúa con cierta tibieza?
Por supuesto, alguno argumentará que gobernar es una tarea muy difícil. Y es cierto. Sabemos que cuando un gobernante llega al gobierno de una nación o de un organismo público, se encuentra con mil problemas jamás soñados ni en sus peores pesadillas. Sin embargo, cualquier candidato a gobernante que se presenta en unas elecciones, lo hace transmitiendo la certeza de que no solo él es capaz de gobernar su país, sino que además puede hacerlo mucho mejor que cualquiera de los otros candidatos. Y que hará los cambios que su nación o su pueblo necesitan. Por tanto, si gana, es justo que su electorado le exija que demuestre con hechos que él es el mejor gobernante posible.
No se puede gobernar prendiendo una vela a Dios y otra al diablo, ni tratando de estar bien con todos y mal con ninguno. En algún momento hay que agarrar el toro por las guampas, con seriedad, responsabilidad, determinación y firmeza. De lo contrario, el gobernante se expone a que su pueblo lo vomite. Aún siendo la alternativa objetivamente peor.
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