La interpelación en la Cámara de Diputados a los ministros Azucena Arbeleche y Francisco Bustillo dejó al descubierto varios problemas en la gestión de la Comisión Técnico Mixta de Salto Grande (CTM). Seguramente de este episodio se puedan extraer lecciones y se apliquen correctivos que permitan mejorar el funcionamiento del ente binacional, devenido en los últimos tiempos en una criatura parapresupuestal de hecho. Pero por más vueltas que demos alrededor del tema, a la raíz se encuentra la dificultad de nuestra economía para generar trabajos genuinos. Esto no explica solamente las prácticas clientelares. También explica que exportemos graduados universitarios altamente capacitados, pilotos con años de servicio en la Fuerza Aérea y tantos otros uruguayos en los cuales la sociedad uruguaya invirtió durante años, pero que no pueden realizarse en su patria. Se van porque no existen empleos de calidad en los cuales puedan desarrollarse. En cambio, todos los años ingresan al país inmigrantes de países con menores ingresos al nuestro que vienen a desarrollar servicios de poco valor agregado. El resultado es que la economía pierde un precioso capital humano, lo que redunda en pérdidas de productividad y menor potencial de crecimiento futuro. Con ello las clases medias se van desgranando, con su capacidad de crecimiento coartada –entre otras cosas por la desaparición de empresas nacionales en las cuales desarrollar una carrera– y sus ingresos amenazados por el ingreso al mercado de trabajo de individuos habituados a otras realidades políticas, sociales y económicas.
De modo que resulta muy difícil erradicar las prácticas clientelares si no logramos hacer algo que nos permita generar empleos de calidad y reducir el desempleo de larga duración. Entonces la pregunta que corresponde hacerse es: ¿cuál es la política de empleo de nuestro país? ¿Qué tipos de empleo deseamos generar? ¿Cuáles son los incentivos para la generación de empleos de alta calidad? Basta recorrer la página web del Ministerio de Trabajo para constatar que más allá del voluminoso marco normativo, no existe una política concreta de generación de empleos para la gran mayoría de la población.
Al respecto, el economista Dani Rodrik explica con claridad que crear buenos empleos es bastante más que definir salarios mínimos, promover la negociación colectiva o invertir en el desarrollo de habilidades laborales. Una verdadera política de empleo debe asegurar que los trabajos en el segmento bajo y medio de la escala laboral sean en un futuro más productivos que los existentes, lo que permita mejoras consistentes en los salarios y, más importante aún, prometiendo un futuro posible para los ciudadanos que opten por quedarse en el país.
Podemos insistir con el discurso del cambio tecnológico, el país del futuro, la revolución verde y toda la serie de términos de moda pensados para distraernos del objetivo primordial de proteger el empleo nacional. Eso funciona sin dudas en los segmentos más altos del mercado laboral, aquellos más integrados internacionalmente y que ende son más “transables” y móviles, y que por lo tanto menos necesitan de los apoyos de un Estado presente. Pero ese discurso nos conduce a dirigir incentivos fiscales a la incorporación de tecnologías que aumentan sin dudas la productividad de la empresa que las incorpora, pero no de la economía en general, ya que la productividad de un trabajador desempleado por definición es cero.
Desde estas páginas venimos insistiendo desde hace años que es imperioso revisar los incentivos de la COMAP, los que crecientemente vienen siendo capturados por la cadena de importadores y distribuidores, en detrimento del trabajo nacional de valor agregado. Basta con repasar rápidamente los casi US$ 400 millones de proyectos aprobados por la COMAP entre enero y mayo para darse cuenta cuántos millones de dólares de incentivos fiscales van a parar por año a subsidiar la destrucción de pymes nacionales.
En el día de ayer el senador Guido Manini Ríos planteó nuevamente la convocatoria al Consejo de Economía Nacional, institución incorporada a la Carta Magna a partir de 1934 –en plena Gran Depresión– y que sigue vigente hasta el día de hoy. El problema del trabajo requiere que el sistema político acuda a todas las herramientas constitucionales a su alcance para efectuar esos cambios estructurales tan necesarios para asegurarle a los uruguayos empleos saludables a largo plazo. Por allí pasa la dignidad de la ciudadanía, no por cuotas y regímenes especiales pensados en agradar a los creadores de la Agenda 2030. Lo cierto es que, si dejamos la cuestión del trabajo en manos del nihilismo neoliberal, seguiremos enmarañados en el círculo vicioso del clientelismo político.
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