Al conmemorar la fecha de la jura de la Constitución del 18 de Julio de 1830, no solo estamos recordando el momento mismo en el que se consagró nuestra primera Carta Magna, sino que al mismo tiempo, la jura de la Constitución representa el nacimiento legal de nuestra República. El proceso histórico por el cual termina produciéndose la independencia y la creación del Estado uruguayo fue en extremo complicado y debió sus inicios, como todos sabemos, a la revolución artiguista que trataba de cumplir con el ideario de la Junta de mayo de 1810. Sin embargo, después de años de guerra y terminada la ocupación luso-brasileña tras la gesta de Lavalleja, fueron las razones geopolíticas que esgrimió Inglaterra las que tuvieron el peso definitivo en la creación de nuestro Estado. Por esa misma razón, el día de la jura de nuestra primera Constitución, junto al Pabellón Nacional se izaron las banderas de Inglaterra, Brasil y Argentina, como símbolo de aquellas naciones que aseguraban y garantizaban nuestra independencia. Esto nos lleva a pensar sobre cuál fue el verdadero costo o precio que tuvieron que pagar nuestros predecesores para alcanzar nuestra libertad y soberanía, y así otorgarle el valor que merece.
Sin embargo, para entender el verdadero significado que tenía ser republicano entonces, hay que tener en cuenta la disputa existente en aquel momento por el poder, entre la vieja aristocracia colonial y la nueva ciudadanía que se inspiraba en la revolución norteamericana y, en menor parte, en la revolución francesa e inglesa. Esta lucha fue tan encarnizada que debieron derramarse ríos de sangre y de tinta para alcanzar el nuevo orden, y la legitimidad de las nuevas repúblicas.
El concepto o la idea de una “república” (res-pública: cosa pública) como sistema político y social, y a la vez como forma colectiva de autogobierno, tuvo su “origen” ideológico en Platón y Aristóteles, pero fue realmente el humanismo cívico de la república florentina en el Renacimiento el que influyó más en lo que hoy entendemos por “República”. Las características esenciales de la conciencia republicana florentina fueron “el balance de poderes en el gobierno y la virtud cívica, que encontraría su expresión característica en su preocupación por la milicia ciudadana y el peligro de la corrupción por el lujo” (Ana Marta González, “Republicanismo. Orígenes historiográficos y relevancia política de un debate”).
Este legado llegó a Inglaterra a través de la influencia que ejerció la obra “La república oceana” de Harrington, el cual adaptó los conceptos republicanos florentinos a la idiosincrasia y los valores ingleses, y su contenido fue decisivo para iniciar el proceso y el desarrollo de la guerra civil provocada por la revolución inglesa dirigida por Oliver Cromwell a partir de 1642.
A su vez, desde Gran Bretaña las nuevas ideas republicanas viajaron a América, pero como muchos autores han sostenido, la verdadera influencia teórica de la revolución norteamericana y su posterior Constitución se dio por parte de la obra de J. Locke.
Es importante destacar de este republicanismo renacentista, su sentido de privilegiar no tanto la idea del hombre como animal político, sino más bien la idea de “un hombre hacedor de instrumentos, también políticos” (Ibídem). Porque como hemos expresado en anteriores oportunidades, lo que cambia a partir del Renacimiento, pero más aún en la “Ilustración” es justamente esta idea de que el hombre a través de su razón puede crear la forma de gobierno que considere mejor. Por eso mismo, detrás de las primeras revoluciones liberales, y detrás de las primeras repúblicas, fundadas a través de estas mismas revoluciones, estuvieron siempre presentes las ideas políticas de diversos pensadores y filósofos. Así la república florentina tuvo a Maquiavelo, Inglaterra tuvo a Harrington y Locke, Francia tuvo a Voltaire, Rousseau, Montesquieu, etc.
En este contexto, la tendencia de estos intelectuales modernos fue la de darle mayor preponderancia a las instituciones civiles con el fin de evitar las debilidades de las viejas repúblicas. Y de ese modo, el contrato social, fundado en el consentimiento libre de los individuos, daría lugar al Estado legítimo. Los individuos, al ceder su poder al gobierno, recibían a cambio protección en su vida, propiedad y libertad. Este pacto entre individuos, no solo consagraba la libertad de elegir un gobierno o gobernante, sino que además sustentaba la idea de participación política por parte de la ciudadanía, en la que se anulaba la diferencia entre gobernantes y gobernados.
Estas improntas ideológicas fueron introducidas en Uruguay durante la colonia (en aquel momento la Banda Oriental) principalmente por los sacerdotes franciscanos, los cuales estaban influidos por el espíritu de “las nuevas ideas”, y a través de su casa de estudios en Montevideo dejaron su huella indeleble en algunos de sus alumnos como José G. Artigas, Dámaso A. Larrañaga, entre tantos otros, que fueron esenciales en el desarrollo de nuestra nación y su posterior independencia.
Sin embargo, es importante señalar que tras caer Artigas y con él la confederación de la Provincias Unidas, y después de finalizar la ocupación luso-brasileña en 1825, el espíritu del 18 de julio de 1830 estaba conformado por un colectivo de personas, ciudadanos, que había dejado sus diferencias de lado (las circunstancias lo ameritaban) en pos de hallar un común acuerdo. Son interesantes las palabras escritas por Pivel Devoto:
“El 22 de noviembre de 1828 de instaló en San José la cuarta legislatura de la Provincia, transformada por las circunstancias en Asamblea Constituyente y Legislativa del Estado. Entre los integrantes de la Asamblea Constituyente y entre los hombres que respaldaban su labor, figuraron quienes podían ser tachados de Cisplatinos abrasilerados o de unitarios aporteñados, desde que a muchos el reconocimiento de la independencia los había sorprendido militando en uno y otro campo. Actuaron allí artiguistas y quienes no lo habían sido ni lo eran en aquel momento, partidarios de Lavalleja y de Rivera, junto a los que rechazaron sin reservas toda preponderancia del caudillismo, que era el signo de la hora; liberales avanzados junto a espíritus definidamente conservadores o reaccionarios; no obstante lo heterogéneo del conjunto, un anhelo de concordia y de unidad nacional es el sello que caracteriza las actitudes individuales de aquellos hombres y de la Asamblea Constituyente”. (Pivel Devoto, El nacimiento de la República).
Lo que tiene que quedar claro es que ante la injerencia decisiva que tenían sobre nuestro territorio las potencias extranjeras, como queda expresado en diversos documentos diplomáticos, sobre todo ingleses, y en la propia Convención preliminar de paz de 1828, no había otro camino que el de sacrificar las diferencias en pos de la libertad. En definitiva, la Convención preliminar de paz, como su mismo nombre lo expresa, significó una salida diplomática a un conflicto que venía desde los tiempos coloniales, retrotrayéndose a las viejas disputas que tuvieron sobre este territorio españoles y portugueses, más que nada a partir de la fundación de Colonia del Sacramento. Al mismo tiempo, Inglaterra buscaba una solución que beneficiase en mayor medida su expansión comercial.
En ese contexto de dificultades políticas y civiles, el 18 de Julio de 1830 no solo es el nacimiento de nuestra república, sino que también representa el pacto que hicieron todos los uruguayos a pesar de sus respectivas diferencias, para hallar un camino de común acuerdo que privilegiase un bien superior, como el de nuestra soberanía y libertad, frente a las presiones foráneas existentes en aquel entonces.
En el siglo XXI el desafío de gobernar y ser soberanos presenta nuevas características, en las que las relaciones globales, geopolíticas y económicas influyen decisivamente en las políticas de Estado, haciendo que los problemas nacionales busquen o encuentren soluciones internacionales. Ante esta situación surgen diversas voces y tendencias que sugieren distintos enfoques o caminos a seguir, pero lo que hay que rescatar a modo de conclusión es que la multiplicidad de ideas en la unidad constituye el valor fundamental por el que una república se convierte en una institución estable y al mismo tiempo, dinámica, capaz de adaptarse y permanecer. Esa es la enseñanza principal y el valor histórico predominante que a mi modo de ver nos deja el 18 de Julio de 1830, presentándose, además, como un constante desafío de convivencia política, para nosotros los de ahora, como para las generaciones futuras de este país.
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