El tiempo medieval es, sobre todo, un tiempo religioso y clerical. Tiempo religioso porque el año es, en principio, el año litúrgico. Pero el año litúrgico –característica esencial de la mentalidad medieval– va siguiendo el drama de la Encarnación, y la historia de Cristo, desde el Adviento a Pentecostés, se ha visto rellenada poco a poco de momentos, de días significativos, tomados de otro ciclo, el de los santos. Las fiestas de los grandes santos se intercalan en el calendario cristológico y la fiesta de Todos los Santos (1º de noviembre) se convierte, junto a Navidad, Pascua, Ascensión y Pentecostés, en una de las más grandes fechas del año religioso. Lo que refuerza la atención de la gente de la Edad Media con respecto a estas fiestas, lo que las confiere definitivamente su carácter de fecha es que, aparte de las ceremonias religiosas especiales, y con frecuencia espectaculares, que las caracterizaban, eran los hitos de la vida económica: fechas de los pagos agrícolas, días de fiesta para los artesanos y los obreros. Tiempo clerical porque el clero, por su cultura, es el dueño de la medida del tiempo. Solo él tiene necesidad de medir el tiempo para la liturgia y solo él es capaz de hacerlo, al menos de una forma aproximada. El cómputo eclesiástico y sobre todo el cálculo de la fecha de Pascua –sobre el que se debatió durante mucho tiempo en la alta Edad Media entre un método irlandés y otro romano– son el origen de los primeros progresos en la medida del tiempo. Sobre todo, el clero es el dueño de los indicadores del tiempo. El tiempo medieval se halla regido por las campanas. Los repiques hechos por los clérigos y por los monjes para los oficios son los únicos puntos de referencia de la jornada. El repique de las campanas permite conocer el único tiempo cotidiano que se puede medir de forma aproximada: el de las horas canónicas, por el cual todos se rigen. La masa campesina se halla sometida de tal forma a ese tiempo clerical que el licenciado Juan de Garlande, a comienzos del siglo XIII, da esta fantasiosa pero reveladora etimología de campana: Camparte dicuntur a rustías qui habitant in campo, qui nesciant indicare horas nisi per campanas (“Las campanas reciben su nombre de los campesinos que habitan el campo y no son capaces de conocer las horas si no es mediante las campanas”). Tiempo agrícola, tiempo señorial, tiempo clerical: lo que caracteriza en definitiva todos estos tiempos es su estrecha dependencia del tiempo natural. Lo que es evidente para el tiempo agrícola lo es también, si se observa atentamente, para los otros dos tiempos. El tiempo militar está estrechamente unido al tiempo natural. Las operaciones guerreras comienzan con el estío y terminan con él. Tan pronto como terminan los tres meses del servicio obligatorio en la hueste se produce la desbandada de los ejércitos feudales.
La formación del ejército aristocrático medieval, basado en la caballería, acentúa esta dependencia. Una capitular de Pipino el Breve (751) ratifica esta evolución. En adelante la hueste se reunirá en mayo y no en abril para que los caballos puedan nutrirse en los prados reverdecidos. La poesía cortesana, que toma su vocabulario de la caballería, llama al tiempo en que el enamorado corteja a su dama “el servicio de verano”. El tiempo clerical está igualmente sometido a este ritmo. La mayoría de las grandes fiestas religiosas no solo reemplazan a fiestas paganas que se hallan, a su vez, en relación directa con el tiempo natural –la Navidad, por poner el ejemplo más conocido, se fijó para que sustituyera a una fiesta del sol en el momento del solsticio–, sino que, lo que es más importante, todo el año litúrgico se adapta al ritmo natural de los trabajos agrícolas. El año litúrgico abarca, desde el Adviento a Pentecostés, el período de reposo de los campesinos. El verano y una parte del otoño, momentos de la mayor actividad agraria, quedan libres de grandes fiestas con la única excepción de la pausa de la Asunción de la Virgen, el 15 de agosto que, por otra parte, se consolida muy lentamente, no entra en la iconografía hasta el siglo XII y no parece imponerse definitivamente hasta el siglo XIII. Santiago de Vorágine da testimonio de un hecho significativo: el traslado de la fecha primitiva de la fiesta de Todos los Santos para no entorpecer el calendario agrícola. A esta fiesta, proclamada en Occidente por el papa Bonifacio IV a comienzos del siglo VII, se le había señalado la fecha del 13 de mayo siguiendo el ejemplo de Siria, donde la fiesta había aparecido en el marco de una cristiandad esencialmente urbana. A finales del siglo VIII se trasladó al 1º de noviembre porque, a juicio de la Leyenda áurea, “el papa creyó más conveniente que la fiesta se celebrara en un momento del año en que, la vendimia y la recolección acabadas, los peregrinos encontraran mayor facilidad para alimentarse”. Este período que abarca desde el siglo VIII al IX, que es el mismo en que Carlomagno da a los meses nuevos nombres que evocan en general los trabajos rurales, parece ser el momento decisivo en que se remata, como hemos visto, la ruralización del Occidente medieval.
Jacques le Goff (1924-2014) fue un historiador medievalista y escritor francés. Perteneció a la Escuela de la Nueva Historia junto a Georges Duby. Influyó en numerosos historiadores y su obra está considerada fundamental en el estudio de la historia europea. Su trabajo dentro de la Escuela de los Annales lo convirtió en uno de los investigadores más importantes de su época, llegando a ser director de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales). Fragmento extraído de La civilización del occidente medieval.
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