Día largo el del domingo. Elecciones internas, misterios develados. Los números ya los tenemos y de eso se habla y hablará mucho, pero la gente es bastante más que números. Sobre eso quisiera referirme hoy. Entre noticias y mensajes, decepciones y alegrías, pero sobre todo muchísima esperanza, transcurrió el acto eleccionario del 30 de junio. Para algunos un comienzo, para otros, despedida. Para todos acatamiento y orgullo de un sistema electoral ejemplar. Como históricamente en nuestro país, fuimos ejemplo de civismo y democracia. No hay resentimientos más allá de desilusiones obviamente, pero nadie objeta ni reclama. Ese es el primer triunfo a destacar, no por el ejercicio repetido debe dejar de remarcarse ese tesoro que tenemos todos y que valoramos como punto de partida de nuestras libertades.
Yo formé parte el domingo de la instancia electoral por primera vez en mi vida desde dentro y, nobleza obliga, debo decir que el proceso todo y sus protagonistas, aumentaron mi respeto y confirmaron mi percepción de total legitimidad. Está bien, se trató de una elección no obligatoria, pero no por ello menos importante. Sin embargo, el cuidado y responsabilidad demostrada por los responsables del acto electoral fue impecable.
Temprano llovizna, humedad, más tarde frío intenso. Pude recorrer todos los locales de votación de mi ciudad y el orden y prolijidad eran la norma, hasta que llegaron los delegados de los distintos partidos a colocar sus listas. ¡Más de 600 listas en el departamento de Canelones! ¿Cómo se logra acomodar visiblemente esa cantidad desmedida de opciones, en algunos casos en tan sólo cuatro metros cuadrados? Con mucho ingenio, pero se logró. Realmente a todos llamó la atención la cantidad récord de listas esparcidas en mesas, sillas, donde se pudieran colocar. Claro que ahora el calvario es para quienes concurrían a votar sin su lista en el bolsillo. Minutos pasaron algunos en la búsqueda y varias quejas por falta del preciado papel se suscitaron. Muchas de las veces simplemente no las veían, en casos se confundían los colores pero en otros, por la falta de espacio, eran cubiertas por listas diferentes, ocasionando malestares comprensibles.
El hecho es que se cumplió con todo lo establecido y los votantes concurrieron. Más de un millón de personas emitieron su voto nada menos que para poner en la disputa presidencial al candidato de su preferencia. Casi un 40% del electorado. Ejemplo y envidia de muchos países, fue tal concurrencia en una elección no obligatoria. Liceos, escuelas, centros culturales, fueron los locales que alojaron a los circuitos de votación, algunos calefaccionados y cómodos pero otros con ventilación procedente de ventanas sin reparar, evidenciaban el frío en aumento al paso de las horas.
El día transcurrió y llegó el momento del escrutinio. Delegados de todos los partidos estábamos allí. Aunque sé que hubo en otros casos alguna rispidez puntual, debo decir que yo compartí en salón con damas y caballeros en un excelente diálogo sin ninguna clase de rivalidad, patentizando que a los partidos los forman los hombres, y que la tolerancia y calidad humana de los individuos enaltecen a la divisa en que militan.
Claro que en otras elecciones lo hemos visto por los medios, pero estar presenciando allí mismo y participar de tal ceremonia, hace que uno se sienta parte de algo excepcionalmente importante. Se toma conciencia de que este acto no surgió de la nada, sino que es resultado del esfuerzo y visión de hombres que entendieron y soñaron el futuro que nos heredaban. El detalle del procedimiento formal que siguen los funcionarios es de destacar. Se notó claramente el cuidado que ponían los integrantes de las mesas de votación en no equivocarse, corroborar uno a uno con empeño los votos y enseñarlos minuciosamente a los presentes. Tal es así que lo que llevaría pocos minutos para quienes lo hiciésemos de manera descuidada e informal, llevó hasta dos y tres horas, y aún más, a quienes respetaron al pie de la letra el procedimiento establecido.
Por supuesto otra vez la variedad inusitada de listas. Acoplar mesas o escritorios para colocarlas y pasar más rayas en las planillas de los delegados. Y está bien así, son las reglas de juego de una democracia que no limita a quienes desean participar y un país en que afortunadamente todos tienen derecho a pugnar por el honor y el privilegio de que una persona libremente elija una lista con el nombre de quien confía en ella.
No puedo omitir contar que yo mismo tenía mi nombre en algún lugar en una de ellas. No me puedo privar de expresar la sensación incomparable de orgullo y de responsabilidad al ver salir del sobre de votación a la primera. Un ciudadano a quien no conozco y probablemente él tampoco a mí, apoya con su voto a alguien en quien depositó su confianza.
Lo tengo que contar gráficamente: primero la sorpresa, enseguida un silencio interior, después tomar consciencia de la enorme responsabilidad que implica. ¿Será por ser la primera vez en toda una vida?, ¿dejará de ser así con el tiempo? Y si se dejara de sentir un lazo de fuerte compromiso en cada voto, ¿correspondería continuar en esta actividad?
Como otras primeras veces en la vida, esta quedó grabada en forma muy especial. Nos hace entender y comprender el vínculo sagrado elector-elegido. La confianza de un ciudadano en otro por medio de las urnas crea un sagrado compromiso. Allí comienza el más grande honor que el elegido debe asumir con esmerada dedicación.
Cumplir con el compromiso adquirido no es opcional, tampoco basta con la intención. Yo aprendí el día de ayer la gravedad que implica quebrar ese compromiso pues experimenté íntimamente ese vínculo invisible pero ineludible que se contrae al salir ese papel con tu nombre. Nada menos, ¿no?