Reflexiones de cara a una nueva Cuaresma y sus significados verdaderos y profundos.
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Las pruebas o la angustia, la persecución o el hambre, la falta de ropa, los peligros o la espada?
Romanos 8, 35-36
No, en todo triunfaremos por la fuerza del que nos amó. Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes espirituales, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas del universo, sean de los cielos, sean de los abismos, ni creatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios, que encontramos en Cristo Jesús, nuestro Señor.
Romanos 8, 37-39
Estas afirmaciones paulinas pueden parecer muy temerarias, llenas de un sentimiento de deseo más que productos de una realidad. Estamos tan desbordados de infamias globales de diferentes signos que todo nos incita a la duda. Las guerras, el hambre y el ataque ecológico son temas de todos los días. Las heridas humanas son tan profundas que muchos miran la vida caminando de rodillas, abatidos, sin lágrimas de tanto llorar. Viven el calvario de la cruz permanente, sin más esperanza que la supervivencia diaria.
Ante este panorama, hoy, no hace veinte siglos y medio, san Pablo nos dice que nada ni nadie nos apartará del amor de Dios. Esto es llevar la fe al límite de lo imposible. Es poner toda nuestra desnudez humana en las manos de Dios. Es elevar todo llanto masivo al consuelo del Padre de la vida. Poner a este Padre de la vida en medio de la cultura contemporánea cosificada, en medio de la cultura de la muerte.
Mirando el rostro de un niño de un país destruido por la guerra, un rostro triste de desamparo y lleno de lágrimas, me preguntaba si ese niño no simboliza nuestra realidad contemporánea: la inocencia avasallada, violada, descuartizada, martirizada.
El mayor desamparo es el de un niño. El cristianismo surge de un niño huyendo con sus padres, buscando refugio ante el genocidio infantil de Herodes, ante la masacre herodiana. En Belén nació un refugiado. El salvador del mundo.
Los poderes del mal, ¡sí los poderes del mal!, aunque se revistan de buenos modales y de buenos títulos, son los responsables de los nuevos genocidios herodianos.
Lo del principio, a pesar de tanto pecado, de tanto ataque al desprotegido, la afirmación paulina es palabra de Dios, es afirmación de fe y esperanza contra todo descrédito e incredulidad de nuestra conciencia. Es ser caminante de Dios en tierra minada de falsas profecías de destrucción. Es descubrir desde nuestra realidad dolorosa la presencia salvífica del Dios de la vida. Es Cristo comunicado a nuestro ser como semilla misteriosa de una nueva existencia.
La Cuaresma
El tiempo de la Cuaresma, ¿no suena, para nuestra sensibilidad moderna, como raro y alejado de las realidades cotidianas? ¿Y el anuncio y las celebraciones cuaresmales, como una polvorienta ceremonia de antiguos tiempos? ¿Qué nos puede decir la Cuaresma ante esta situación de estar con el corazón amargado y muchas veces sin ninguna esperanza, a nosotros que ayunaríamos con gusto si no tuviéramos que pasar hambre?
No, la Cuaresma comienza para nosotros antes del miércoles de cenizas y dura más que cuarenta días. Esa cuaresma vital es tan real que no necesitamos practicarla en este tiempo de penitencia litúrgicamente fijado. Está con nosotros siempre. Nuestra finitud existencial es una Cuaresma, nos habla de una necesidad ontológica de ir hacia la Pascua.
La Cuaresma es parte esencial de nuestra vida. Desde el cristianismo es el tiempo previo a la plenitud del tiempo pascual. La Cuaresma es ascesis, penitencia, discernimiento y preparación para la Pascua, para la venida gloriosa de nuestro Señor.
Nuestra cuaresma vital, es decir nuestra vida, vive con ansias y esperanzas de que llegue el tiempo pascual, el tiempo del rostro humano transfigurado en plenitud: la resurrección de Jesús, el Dios encarnado en la historia de los hombres.
Un acontecimiento distinto
Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado. Yo estoy siempre con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo.
Mateo 28, 19-20
Este es el mandato de Jesús, el cristianismo con vocación universal, abrazador de pueblos y transfigurador de culturas. El magisterio de Pablo VI lo enuncia: “Lo que importa es evangelizar –no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces– la cultura y las culturas”. Llevar a radicalidad la experiencia de un encuentro con un acontecimiento que se llama Jesús de Nazaret cambia totalmente la vida.
La santidad es una experiencia de una raíz cultural nueva. Un pensador católico, Alberto Methol Ferré, decía que Jesucristo es la revolución insobrepasable de la historia. Es decir, no hay nada ni nadie que produzca tanto cambio transfigurador. Vivir esta convicción como experiencia de vida es santidad.
El camino tiene sus sombras y sus espinas. Al dolor hay que saberlo depurar. Los que no aceptan límites tampoco saben esperar. Los hombres demasiado apresurados, que quieren alcanzar inmediatamente el objeto de su deseo, tampoco saben. El sembrador paciente, que confía su semilla a la tierra y al sol, es hombre de la esperanza. Para quién sabe esperar, todas las cosas acabarán por ser reveladas, a condición de que tenga el valor de no negar en las tinieblas lo que ha contemplado en la luz. La esperanza cristiana tiene ese doble rostro, contemplativo y misionero.
Este último domingo 11 de febrero, se canonizó en la catedral de San Pedro en Roma a la primera santa argentina: María Victoria de San José Figueroa, más conocida como Mamá Antula. Nació en Santiago del Estero en 1730, y falleció en Buenos Aires en 1799.Era una laica consagrada, caminante del Espíritu, que tocaba con sus manos consoladoras toda situación de pobreza. Amante, por vocación, a los Ejercicios Espirituales ignacianos, dedicó su vida a la predicación de dicha herramienta espiritual cuando la Iglesia sufrió la expulsión de los jesuitas de parte del rey Carlos III, en el último tiempo del siglo XVIII.
María Antonia tomó sobre sus hombros la campaña de sostener los Ejercicios Espirituales con gran audacia y creatividad evangélicas. Recorrió miles de kilómetros predicando a toda persona, sin medir esfuerzos. Sostén de los excluidos de la sociedad, daba pan al cuerpo y daba pan al espíritu. Su figura firme era el símbolo de los abrazos de consuelo.
Todo en ella era femineidad transparente, cercanía, edificación y ternura.
Anclada en las promesas del evangelio: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer; sediento y te dimos de beber, o forastero y te recibimos, o sin ropa y te vestimos, o enfermo y en la cárcel y te fuimos a ver?”, el Señor responderá: “En verdad les digo que cuando lo hicieron con alguno de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo”.
María Antonia le dijo al Señor: “Yo creí que tú eras el camino, la verdad y la vida”. Juan 14, 6. Puso las primeras piedras para que se construyera un templo en honor a San Cayetano, de quien era devota, en la zona de Liniers. Una capilla de oración al santo para pedir por las necesidades de los pobres: pan, ropa y salud, antecedente del gran santuario actual.
Construyó la gran casa de Ejercicios Espirituales en el centro de Buenos Aires. Allí desarrolló el espíritu de hospitalidad evangélica, una casa para todos, sin excluidos. Una Iglesia en salida, como dice el Papa Francisco.
Por último, Santa María Antonia de San José estuvo en tierra uruguaya. ¿Cómo la descubrimos hoy en su fecundidad de caminos?
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