El magnicidio ocurrido en Ecuador la semana pasada evidenció lo endebles que pueden ser los mecanismos de seguridad del Estado frente a la implacable violencia de crimen organizado. Por otra parte, lo sucedido parece ser una muestra de cómo las organizaciones criminales vienen erosionando los pilares sobre los que se asienta la institucionalidad republicana. En definitiva, está claro que el verdadero adversario de esta contienda escapa a las ideologías y se mueve por exclusivos intereses económicos.
El tráfico de personas no es el único negocio en el que los cárteles se han diversificado. Además de las actividades delictivas habituales –extorsión, prostitución, robo de autos, etcétera– las mafias han entrado en áreas menos comunes. Si comes suficiente guacamole, existe una buena posibilidad de que en algún momento comas un aguacate cultivado o gravado por los Caballeros Templarios que, según se dice, controlan gran parte del negocio agrícola en el estado de Michoacán.
Tom Wainwright, Narconomics.
El asesinato de Fernando Villavicencio –candidato presidenciable de Ecuador para las elecciones de este domingo– perpetrado por un grupo de sicarios el 9 de agosto, supuso un duro golpe para la institucionalidad de este país, en un momento en que la ciudadanía ecuatoriana exige respuestas por los innumerables casos de corrupción que vienen salpicando al sistema político.
Por otra parte, desde la pandemia los índices de inseguridad, desempleo, violencia y personas en situación de calle continúan en aumento, por lo que para muchos analistas lo sucedido en Ecuador es un síntoma agravado de un mismo problema: el menoscabo de la república en manos de organizaciones criminales.
El año pasado, la violencia en Ecuador tuvo cifras récord y ante ese panorama en el que las mafias del narcotráfico campeaban a sus anchas –ya no en las cárceles, donde conforman un poder aparte, sino también en las calles– el gobierno de Lasso tomó como medida extraordinaria decretar estados de excepción “para que los militares también tomen el control de la seguridad pública en las calles junto a la policía” (El País de Madrid, 13-8-23).
Sin embargo, lejos de surtir el efecto deseado, esta medida solo pareció empeorar la situación. “Los datos muestran el fallido resultado. Solo en el 2022, el país pasó militarizado 165 días bajo cuatro estados de excepción decretados por el presidente, Guillermo Lasso. Ese mismo año, el país cerró con la tasa de homicidios más alta de su historia, 26 crímenes por cada 100.000 habitantes, según datos oficiales” (Ibidem).
No hay que olvidar que Guillermo Lasso, el actual presidente de Ecuador, había sido electo como presidente por el período 2021-2025. Pero al iniciársele un juicio político en mayo de este año, estuvo punto de ser censurado y destituido por el supuesto delito de peculado por un contrato de la empresa pública de transporte de petróleos, Flopec, y Amazon Tanker. Al verse casi fuera del Ejecutivo, promulgó un decreto basándose en el artículo 148 de la Constitución ecuatoriana, al cual se lo conoce como “muerte cruzada” y no se implementaba desde 1940, para convocar elecciones extraordinarias.
Así, en ese contexto de elecciones anticipadas, la campaña política estaba empañada por amenazas, denuncias y, en ese sentido, el magnicidio ocurrido fue un intento de sabotear los mismos comicios electorales.
Fernando Villavicencio, un periodista incisivo
Pero para entender este magnicidio sucedido en Ecuador, debemos irnos a la década pasada, cuando Fernando Villavicencio todavía no era un político declarado y estaba haciendo su carrera como periodista de investigación denunciando casos de corrupción del gobierno de Rafael Correa.
Los cuestionamientos al gobierno de Correa por parte del legislador Cléver Jiménez y Villavicencio venían desde el 30 de setiembre de 2010, cuando una revuelta policial causada por una ley de salarios desestabilizó al país. En aquella ocasión Rafael Correa acusó a los manifestantes de querer realizar un intento de golpe de Estado.
Gran parte del oficialismo consideró que Correa se había equivocado al actuar de esa forma. Y por si fuera poco, una columna de opinión escrita por Emilio Palacio, en la que se cuestionaba el accionar del Gobierno en los sucesos del 30 de setiembre, desató la ira del presidente ecuatoriano que comenzó una querella judicial contra el diario El Universo. En una de sus audiciones llegó a declarar que había un complot mediático en su contra.
Así, en este contexto en el que estaba en entredicho la libertad de expresión de los medios de comunicación en Ecuador, Fernando Villavicencio, junto al legislador Cléver Jiménez, buscaban la existencia de ilícitos entre Petroecuador, Ancap y una tercera firma llamada Trafigura que apareció como empresa intermediadora. Y ese mismo año ambos enviaron al presidente José Mujica un documento en el que se denunciaba el tema.
El problema de fondo por el que se gestó toda la maniobra tenía que ver con una carencia estructural que tenía Ecuador en lo que refería a la capacidad de sus refinerías, y como bien explicaba en su libro “Ecuador made in China” el mismo Villavicencio:
“La figura del canje de crudo por derivados tiene su razón de ser: la falta de capacidad de refinación que tiene el Ecuador para cubrir su demanda interna de derivados, nos obliga a exportar materia prima barata (petróleo) e importar derivados caros. Para superar este incómodo escenario, se suscribieron las alianzas estratégicas con los gobiernos amigos, los cuales debían procesar nuestro crudo en sus refinerías y a cambio entregarnos combustibles obtenidos en sus plantas. El resultado sería obvio: supresión de intermediarios, reducción de costos y precios, eliminación de las comisiones, materialización de la solidaridad; la fórmula cuasi perfecta” (Fernando Villavicencio, Ecuador made in China).
De ese modo en enero del 2010 se firmó un contrato entre Ancap y Petroecuador por el cual esta última se obligaba a proveer de crudo a Ancap para ser refinado y, por su parte, Ancap proveería de productos refinados a Petroecuador.
Sin embargo, lo que parecía maravilloso sobre el papel, no lo era en la realidad. La capacidad de Ancap con respecto a Petroecuador y Petroamazonas era mucho menor, y desde un principio fue incapaz de satisfacer la demanda pactada. Para tener una idea, las tres plantas de refinación de Ecuador tienen una capacidad de 176.000 barriles al día, en cambio Ancap, su planta de La Teja apenas puede refinar 50.000 barriles diarios (Ibidem).
Ahora bien, por una circunstancia coyuntural de necesidades de UTE, en el marco de una sequía que afectaba a nuestro país, se realizó un llamado a precios para la compra de gasoil de la cual resultó adjudicataria Trafigura, que proveyó a Ancap de ese combustible. De este modo, Ancap comenzó a cumplir sus obligaciones contractuales por medio de Trafigura la cual, actuando como intermediaria, adquiría crudo a Petroecuador y le vendía gasoil como contrapartida (Sentencia 117, Suprema Corte de Justicia, 13-2-2020).
De esa forma, más que haber sido un simple intermediario, Trafigura fue el verdadero articulador y beneficiario de este millonario negocio entre las empresas públicas de Ecuador y Uruguay.
Trafigura: no solo una empresa, sino un modus operandi
Trafigura es una empresa holandesa fundada en 1993 y en los últimos años se ha convertido en la segunda mayor firma privada comercializadora de petróleo y minería, vendiendo aproximadamente 4,5 millones de barriles de petróleo por día. Tiene unas 60 oficinas en el mundo y su centro de operaciones en Montevideo se encuentra en la zona franca Zonamerica.
Sin embargo, cuando en marzo de 2018 la fiscalía de Uruguay comenzó a investigar un delito de intermediación petrolera entre Ancap y Trafigura, descubrió que se le generó un perjuicio al Estado ecuatoriano que rondaba los US$ 200 millones.
En definitiva, el modus operandi de Trafigura forma parte de lo que podríamos llamar la tiranía de los minerales y los hidrocarburos, los que generalmente se encuentran en geografías y regímenes políticos difíciles. Por eso estas empresas son especialistas en intermediar en regiones en las que Occidente no se siente cómodo. Sin embargo, en el proceso, lejos de contribuir a mejorar la institucionalidad de nuestros países, las prácticas de estas empresas degradan gobiernos y comunidades.
Al final de cuentas, el resultado del accionar, de toda esta “inversión extranjera”, conduce en definitiva a la banalización de la corrupción, lo que nos deja a merced de las redes de negocios abiertamente ilícitos.
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