Según un estudio de la consultora Exante, a marzo las familias debían a bancos y empresas financieras un total de US$ 7.900 millones. Así lo explicó Alicia Corcoll de Exante la semana pasada en el programa En Perspectiva, agregando que US$ 4.700 millones de ese total correspondían a créditos al consumo. Pero como las cifras surgen de informes de las empresas que reportan al BCU, la cifra real probablemente sea aún mayor. Si al saldo le aplicáramos una tasa de interés anual de 100% –muy por debajo del máximo permitido por el regulador–, podemos fácilmente concluir que las familias uruguayas podrían estar pagando US$ 5 mil millones por año en intereses. Si a esto agregamos que la masa salarial ronda en US$ 19 mil millones, solo de intereses por estos créditos, las familias uruguayas estarían pagando en intereses más de un cuarto de sus ingresos.
Más aún, en el último año móvil los créditos al consumo aumentaron en aproximadamente US$ 1.000 millones, un incremento de 27% medido en dólares, sustancialmente mayor que cualquier otra variable macroeconómica, empezando por los salarios. Según la Ec. Corcoll, el crédito actuó como sostén de la demanda interna, amortiguando el efecto de la caída en los salarios reales sobre los niveles de consumo.
Esta situación exhibe aristas preocupantes. Desde la perspectiva económica, una situación como esta es claramente insostenible temporalmente para las familias, poniendo un techo al crecimiento potencial del consumo y de la demanda agregada. Esto también aumenta los riesgos para el sistema financiero que, si bien hoy se encuentra en una situación confortable en términos de solvencia y liquidez, gran parte de su rentabilidad proviene de este tipo de préstamos.
Es verdad que el problema no es exclusivamente uruguayo. Lo mismo viene ocurriendo en la mayoría de los países de Occidente, desde Estados Unidos a Argentina y desde Francia hasta Grecia. La caída en el peso de la masa salarial en el producto hace cada vez más dependientes a los asalariados del crédito, lo que conlleva a que la demanda agregada global se sustente cada vez más en una gran calesita global de crédito.
Paradojalmente, la receta macroeconómica de Colonia y Paraguay –que parecería ser parte de los cimientos del edificio– no permite que el Estado se endeude para financiar obras de infraestructura o mejorar temporariamente las condiciones de vida de los más frágiles. Pero sí habilita que los ciudadanos de a pie cubran sus faltantes de ingresos endeudándose a tasas y condiciones que solo Dios sabe cómo y quién las fija, dejándolos en manos de todo tipo de prestamistas y una gran variedad de métodos de cobranza; sorprende que aún no haya llamado la atención de alguna ONG dedicada a los derechos humanos.
Esto último nos traslada de lleno al plano psicosocial, con consecuencias tan o más complejas para la sociedad que las anteriores. ¿Cómo se siente una familia que no tiene más remedio que renovar préstamos a tasas exorbitantes para mantenerse a flote? ¿Cómo afecta eso su sentido de pertenencia a la sociedad? ¿Qué confianza pueden tener estas familias en un Estado que permite que las amedrenten telefónica o incluso físicamente sin que esto siquiera amerite una discusión pública? ¿Podemos hacernos los sorprendidos si, frente a la desesperación, algunos terminen presa de las redes criminales? ¿Qué perspectivas pueden tener los hijos criados dentro de ese marco de dependencia? Si alguien ve que esto contribuye en algo a una república, que por favor avise. ¿O será que debemos esperar a que la mano invisible se decida a resolverlo?
Lo absolutamente cierto es que lejos de estar formando ciudadanos libres, estamos fomentando la proliferación de un sistema de dependencia y desasosiego que amenaza con arruinar las mismas fundaciones de la Nación; todo a la luz del día y sin que nadie se incomode mucho. Los proyectos que se han presentado en el Parlamento en un intento por resolver la situación duermen el sueño de los justos, patinando de una comisión a otra, mientras se solicita la opinión “experta” de los mismos organismos responsables del desaguisado y que, ostensiblemente, no evidencian ninguna prisa por resolver el problema. Cabe preguntarse para qué quiere el BCU una mayor independencia si no hace nada para resolver este problema de naturaleza existencial y que, en gran parte, las medidas para resolverlo están a su alcance.
Hoy en nuestro país no existen cárceles de deudores, al igual que la mayoría de los países que siguen la tradición greco-latina. En efecto, desde que fuera aprobada en la antigua Roma la Lex Poetelia Papiria (siglo. IV d.c.),se eliminó la responsabilidad personal por las deudas. A partir de ese momento, el acreedor puede accionar sobre el patrimonio del deudor y no sobre su persona. Pero si bien las prisiones de deudores de iure son cosa del pasado, el encarcelamiento de deudores de facto no lo es. Atormentar de forma telefónica a los deudores con todo tipo de amenazas tiene un efecto sobre la psicología y el bienestar familiar cuyos daños podrían ser más dañinos y duraderos que ir a prisión. Ni que hablar de los cobradores que circulan en moto por los barrios de Montevideo y las ciudades del interior presionando a los deudores.
Finalmente, corresponde evaluar las consecuencias que este problema podría acarrear en el plano político. ¿Qué sentido de pertenencia o afinidad pueden tener estas familias con un Estado que, según perciben, las ha dejado abandonadas a su suerte? No es necesario recordar que el creciente problema de inseguridad tiene mucho que ver con las condiciones socioeconómicas en que se encuentra sumergida una parte cada vez mayor de la población. Si queremos resolver el problema de la inseguridad, todos vamos a tener que aportar nuestra parte. En este caso, la responsabilidad recae en la gestión económica. Y no necesariamente cuesta plata, aunque sin dudas encontrará fuertes resistencias de intereses enquistados. Si optamos en cambio por seguir mirando para el costado, no nos rasguemos las vestiduras cuando los resultados del Latinbarómetro indiquen cada vez hay menos respaldo de la ciudadanía a las instituciones democráticas.
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