Tiempo atrás fue publicado en esta misma columna, un artículo titulado “Las redes del odio”. Hacía referencia, básicamente, a la polarización que con frecuencia observamos en las redes “sociales”. En ellas, el enfrentamiento brutal, los insultos y los agravios entre los “presuntamente malos” y los “supuestamente buenos”, abundan por doquier.
Hace unos días, vi un documental sobre este asunto, que en parte explica el problema. Tanto la polarización como la adicción y el consumismo que generan las redes sociales –o mejor, las redes virtuales- se explican sobre todo por los algoritmos. ¿Qué hacen los algoritmos? Juntan al dueño del celular, con los dueños de otros celulares que tienen casi exactamente los mismos gustos, intereses e ideas. Así, al sentirse respaldados por un grupo, algunos llegan a creer que todo el mundo piensa como ellos. Y cuando aparece uno que no lo hace, el grupo se le tira encima como si fueran buitres. El tema con el consumismo es parecido: si alguien demuestra interés en una bicicleta, las redes le empiezan a ofrecer todo tipo de bicicletas, hasta que compra una. Se ve que el negocio funciona, porque cada vez hay más publicidad.
El desastre provocado por las redes virtuales -en algunos aspectos, ya en otros son maravillosas-, me llevó a pensar en las auténticas redes sociales. En las redes de amigos y de parentesco. En las redes que, desde que el hombre es hombre -y sobre todo desde que Cristo se hizo hombre-, han sido tejidas por el amor. ¿Será posible recuperar o recrear “adicciones” positivas, como las reuniones cara a cara con “eternos amigos”, para hablar de “viejos libros”, “bebiendo viejos vinos” y “quemando madera vieja”, según el magnífico consejo de Alfonso X El Sabio? ¿Seremos capaces los hombres y mujeres del siglo XXI -y los que vienen detrás-, de restaurar lo que a la humanidad le va quedando de humanidad? ¿Volveremos algún día a deleitarnos con una buena poesía, a maravillarnos con un cielo estrellado durante una cabalgata a la luz de la luna? ¿Podremos asombrarnos ante algo que no sea el último automóvil o el último celular? ¿Llegaremos a asombrarnos otra vez, como los viejos filósofos griegos, ante el insondable misterio del hombre?
Quizá sea más sano leer a Platón, que sufrir durante noventa minutos la estrategia del maestro Tabárez
La obligación de sobrevivir, nos ha privado de vivir
Naturalmente, la obligación de sobrevivir, nos ha forzado a centrarnos demasiado en lo material, en lo económico, en la ciencia, en la tecnología, en los “juguetes de adultos”. Hemos cambiado la liturgia de la Iglesia por la liturgia del estadio. Y encima, por el camino, hemos dejado de tener tiempo para ver crecer a nuestros hijos, para conversar con nuestro cónyugue, para charlar con nuestros amigos, para leer buenos libros, para hablar con nuestro Dios. La obligación de sobrevivir, nos ha privado de vivir. Y lo más grave de todo, estamos privado de vivir una vida auténticamente humana, a las nuevas generaciones.
¿Hay algo que podamos hacer para revertir este estado de cosas? Quizá podamos cambiar algún hábito. Quizá podamos dedicar menos tiempo a las redes virtuales y a la televisión y más tiempo a disfrutar de la vida con nuestra familia y amigos. Quizá sea más sano leer a Platón, que sufrir durante noventa minutos la estrategia del maestro Tabárez. Quizá sea más divertido leer a Chesterton que mirar a Cristina Morán…
Quizá podamos sacarle jugo a los tiempos muertos escuchando buenas conferencias que nos abran el intelecto y nos llenen el corazón. Mientras esperamos el ómnibus o hacemos una tarea doméstica, podemos acumular horas y días al año de formación humanística… y de deleite.
Por supuesto, lo que es bueno para nosotros, es bueno para nuestros hijos. Fomentar en ellos el estudio de las denominadas artes liberales, puede ser un paso importante para desenredar la “galleta” cultural actual, y para restaurar de paso, el humanismo de raíz cristiana. Alentarlos en el estudio de las humanidades, de la poesía, de la música, de las buenas historias de los grandes libros clásicos; acompañarlos a contemplar y disfrutar la naturaleza, puede despertar también en ellos, un deleite ordenado y un asombro sano y sincero por las realidades nobles de la vida… y Dios mediante, el gusto por la buena filosofía. Así, estarán bien preparados para conocer la Verdad. Y si conocen la verdad, podrán serán libres y mejorar la sociedad.
Todo esto es posible. Pero en buena parte, depende de cada uno. Como alguien dijo por ahí, “quizá si dejamos de mirar al piso, descubramos que podemos mirar al cielo”.
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